8.11.14

Los hombres que me dejaron escapar


DANIEL

A sus cincuenta años estaba tumbado en la cama completamente desnudo, tan sólo tapado con una sábana blanca que lo cubría de cintura para abajo. Le conocía desde hacía muchos años, le había visto crecer y jugar, tener varias novias y acabar dos carreras, aunque a quien realmente había visto de cerca era a sus padres. Podría ser cierto eso de que yo era una mujer anticuada que comulgaba bien con gente madura.

Daniel estaba con los ojos fijos en el techo cuando entré en su habitación. Era el hombre más atractivo que había visto en mucho tiempo. No se percató de mi presencia y vi cómo una de sus manos se deslizaba bajo la sábana y comenzaba a acariciarse despacio. Ver cómo iniciaba aquel ritual hizo que el corazón se me disparase y se me humedeciesen los labios. Sentí la quemazón entre mis piernas. Me aproximé poco a poco a su cama, pero él había cerrado los ojos y no me vio. Yo era tan silenciosa como un gato. Estaba tan cerca de él que sentía cómo su respiración se volvía más agitada y eso agitaba la mía. Quise besarlo dulcemente en ese instante y sentir su orgasmo salpicar en mi pecho, pero algo me detuvo. Me alejé unos pasos y pude ver cómo se arqueaba su espalda entre espasmos de placer.

NACHO

Tenía veinte años y los ojos verdes. Se había enganchado a la heroína muy pronto. Entré en el mismo ascensor que él en aquel edificio en ruinas, como dos niños traviesos, y vi cómo se metía el último pico. Lo agarré fuertemente por la cintura y dejé que mi lengua recorriese su cuello despacio. Él se estremecía entre mis brazos y parecía estar en medio de algún éxtasis sexual muy intenso. Se dio la vuelta y se aferró con sus manos a mi espalda. Nuestros ojos se encontraron. Su mirada era una esmeralda envuelta en llamas. De pronto se quedó sin energía y empezó a escurrirse entre mis dedos, hasta quedar sentado en el suelo del ascensor. Le miré, alargué la mano hasta su rostro y le acaricié suavemente. Su cuerpo musculado bien marcado, el pelo negro cayéndole en cascada hasta los hombros. Tan frágil y tan solo, como el edificio en el que nos encontrábamos. Encañonando su juventud, pero ahí estaba sonriéndome desde el suelo. Triunfante.

JAVIER

Estaba muy asustado y perdido en aquella azotea. No dejaba de llorar. Llevaba ahí como dos horas, mientras su cabeza no dejaba de dar vueltas. Me recordó a un perro encerrado en una jaula. Desesperado, el pelo rubio encrespándose en su nuca, apenas pudiendo murmurar que su vida era un desastre. Me había llamado en el último momento y cuando tardé en aparecer se aproximó amenazante al filo de la azotea, haciendo amago de saltar. Le agarré de la mano y vi sus ojos suplicantes. Treinta y cinco años y una hipoteca sin pagar. Cómo iba a seguir viviendo, su mujer le había dejado y sólo me tenía a mí, una amante a quien llamaba cada noche para aplacar su soledad. Quise abrazarlo y que dejase de sufrir, había estado mucho tiempo aguantando el dolor sin decírselo a nadie, soltando esputos cargados de amargura cuando alguien le dirigía la palabra. Yo le conocía mejor que su mujer y eso él lo sabía. Me sonrió estúpidamente y me preguntó que qué estaba haciendo. Yo nada le dije. Le devolví la sonrisa. Un golpe de viento hizo que su chaqueta ondease unos segundos antes de calmarse.





Pude llevarme a Daniel de un infarto, a Nacho de sobredosis y al suicida convencido de Javier. Yo estaba allí, había impreso mis huellas en su piel, les había mirado a los ojos y sentido su aliento en mis labios. Es curioso cómo las leyes vitales al final sólo dependen de una balanza, que las miles de variables y situaciones confluyen en el ser humano de la forma más sencilla. Ahora estás vivo, ahora estás muerto. A mí no me toca elegir, sólo hago lo que me corresponde. He segado vidas preciosas, en la cumbre que, de haber dejado de lado, se hubieran destruído y se habrían visto despojadas de su esplendor. He acudido a llamadas desesperadas, las más tristes, porque la angustia es un estado transitorio que puede terminar desapareciendo. He tomado a niños en mis brazos, a mujeres tísicas y a ancianos malolientes. Yo los acojo a todos, sin distinción, con el amor infinito de una madre. Pero a veces hay quien en el último momento se revuelve y agita, me acepta y me da otra oportunidad. Yo sólo puedo sonreír y decirle: hasta la próxima, amigo.








1 comentario:

  1. Chica es genial, estoy viendo como te superas día a día, sigue así, no dejes nunca de escribir es una gozada leerte.
    Un besozote guapísima.

    ResponderEliminar