25.6.14

Alien like you


Admirarla tan de cerca era una extraña paradoja, parecida a tomar un cubito de hielo entre las manos y que te abrase la piel. Siempre había pensado en ella como en lo que era, una mujer a la que invitas a un helado en las tardes de verano para escapar del calor, con la que pasear de la mano y aprender de sus conocimientos de ornitología en el lecho del río, a la que llevas a cenar a un restaurante y compartes una botella de vino para terminar haciendo el amor suavemente después de una ardiente discusión entre lo que hay de Schopenhauer en Borges, y de que la mayoría de los seguidores de Borges deberían estar encerrados en un manicomio. Y los de Schopenhauer también, por qué no.

En cambio me acercaba a ella por la espalda, besaba su hombro izquierdo y preguntaba, tal y como me tenía domesticado:

—¿Me follas contra la pared?
—Sí, como de costumbre.

Y ahí comenzaba un enzarzamiento sexual despótico como no se había dado en otras épocas, donde todo era para el pueblo pero sin el pueblo, donde todo era para ella pero sin ella, porque ella nunca estaba allí cuando la tomaba entre mis brazos.

—Eres un idiota.

Nunca he recordado una palabra dulce de sus labios. Sólamente recuerdo cómo pronunciaba la palabra idiota, paladeándola un momento para luego escupírmela a la cara sin mucha consideración. Sin embargo había algo en su sonrisa de después, de inmediatamente después de decírmelo, que me hacía pensar que simplemente no decía algo más significativo porque no le daba la gana, y que rebajarme a ser un idiota era el único modo existente de tenerla más cerca.

La conocía mejor de lo que ella pensaba y sabía que su desapego provenía más de experiencias pasadas que de convicción propia. Tenía esa maldita manía de confiar siempre a ciegas, y en cada ocasión en que recibía algo inesperado, no dejaba de preguntarse qué empujaba a un desconocido a abrazar el odio con la misma furia con la que ella se entregaba a sus amantes de una sola noche, los cuales siempre formaban un número reducido. Como decía, todo en ella era paradójico, y aunque siempre daba la impresión de caminar al filo, detestaba con toda su alma los acantilados. Ojalá hubiese aprendido de ella ese modo de jugar con la paz y la adrenalina hasta el justo equilibrio.

—Siempre me enamoro del mismo tipo de hombre —me confesó una vez— hombres que no se dejan amar o que se empeñan en destruírme llevándome a su territorio. Después, cuando tengo uno frente a mis ojos sólo tengo que preguntarme de qué clase es, pero es una variable dentro de la misma caja de incertidumbre.

Cuanto más tiempo pasaba con ella, más se me escapaba. Y yo me escapaba de ella. Éramos tan conscientes de la temporalidad a la que estábamos sometidos que ni siquiera malgastamos el tiempo en hacernos promesas, en susurrarnos te quieros o intercambiar el número de teléfono. Incapaces de hacer algo sencillo o sin calcular. Nos mirábamos reconociéndonos sin tocarnos, porque sabíamos que en cualquier momento nos podíamos romper entre las manos del otro. Los proscritos no precisan de palabras para encontrar el reflejo en los ojos del otro. Y aún con eso, no dejaba de perseguirme una duda que me quemaba en lo más profundo y que tragué a cada ocasión.

Nunca me atreví a preguntarle qué tipo de hombre pensaba que era yo.


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