18.7.13

La esfinge (V). Confesión de una noche de verano.

Empezó a sonar esa canción que siempre me recordaba a ti y que, para mí, era tu canción.

Me traía recuerdos de un aire más húmedo, más frío. De noches extrañas que cada vez se hacían más y más familiares; las cogía entre las manos sorprendida, preguntándome cómo podía haber pasado todo aquello.

Quizá yo para ti era una desconocida a la que conocías muy bien; tú para mí eras un extranjero. Sin embargo, la vida es maravillosa en sus coherencias inconexas: una cama, en medio de la nada, puede ser la tierra que comparten dos apátridas; sábanas por bandera, gemidos entremezclados como himno.

Y ahora... me daba miedo enamorarme de ti. Empezaba a pensar demasiado en nosotros, aunque para mí demasiado fueran sólo dos veces al día. Mi mente me traicionaba con pequeños relámpagos de recuerdos en el momento más inoportuno. Sentía pequeñas punzadas cada vez que relacionaba alguna estupidez cotidiana contigo. Todo parecía indicar que estaba empezando a incubar la peor de todas las enfermedades.

No podía ser, lo nuestro no podía ser. Por qué tenías que aparecer y joderlo todo. Me sabía libre amando a los gatos callejeros, a los gorriones del parque, a las nubes del cielo. Por qué tenías que aparecer y reclamar para ti mis sentimientos... mis sentimientos. Acaso compartir la cama un par de veces te hacía más merecedor... ¿qué pasaba con mis otros amantes? Con el oficinista del centro, por ejemplo, con su aire desdichado y su tono quejumbroso al que sólo con mi sonrisa se le encendían las mejillas. O con el estudiante eternamente repetidor que siempre me pagaba las copas a cambio de unos pocos besos furtivos en cada esquina oscura de la calle. O con el poeta con el que me encontraba cada dos semanas para un revolcón rápido en un hotel y que me dejaba siempre un soneto por la mañana al despertar encima de la mesilla de noche. Los quería a todos y cada uno, maravillosamente diferentes, egoístas en cuanto a mí en cierto modo, pero sabiendo que no debían pedirme más. Yo me compartía por unas horas, contrabando de cariño y afecto durante un rato y después cada uno a su casa sin el corazón roto, sin un amor para llenar durante días los pensamientos, para luego quebrarse ante el más mínimo suspiro de decepción. Por qué querías arrebatarme todo aquello, mi pequeño remanso de paz. Qué pasaba con ellos, y qué pasaba conmigo. Y, joder, qué pasaba contigo, hasta dónde llegaba tu interés por tenerme sólo para ti.

Mañana se te habrá pasado, me prometía. Pero no se me pasaba y seguía pensando dos malditas veces al día en ti, puede que hasta algunas más, y ¿qué iba a hacer yo ahora? Me inventé un amor lejano al que dirigir mis plegarias sólo para que te dieras cuenta de que jamás iríamos de la mano a cenar a un restaurante. No lo podía permitir.

Y mientras me negaba con todas mis fuerzas a quererte, esa canción seguía sonando y me traía tu aroma impregnado en cada acorde, el tacto de tu piel, hasta el sabor de tus labios. Por qué tú y no otro; o, mejor, por qué tú y no ninguno. Jamás había odiado a alguien así.


Sin embargo no era mujer de las que se rinden fácilmente, de forma que ideé un plan para olvidarte.

1 comentario:

  1. La verdad es que esta serie es para pensar y sentir, y no comentar, pues a menudo las palbras sobran en estos casos.

    Me encantan las personalidades, porque son dos personas complejas soñando con lo simple.

    Cuídate.

    ResponderEliminar