16.7.13

La esfinge (IV). Dos sombras.

La vi sentada frente al muelle, con la mirada perdida. A veces sobre sus ojos caía un leve velo oscuro casi imperceptible, como ahora, que transformaba su mirada cálida y alegre en un lago helado. Caminé hacia ella y apenas se inmutó cuando me senté a su lado.

Cuando estaba callada, absorta en sus pensamientos, se me hacía difícil empezar a hablar porque me daba la sensación de que, si decía algo, estropearía aquel momento de concentración absoluto en el que se encontraba; y, tal vez, quién sabe, la humanidad perdería para siempre la única solución a este mundo, encerrada en aquella mente que apenas empezaba a desentrañar.

Su mente. Ejercía un efecto sobre mí que se dividía entre el miedo y la fascinación. Como seguía sin saber qué decir, me llevé la mano al bolsillo izquierdo del pantalón y extraje un cigarrillo de la caja que guardaba en él. Lo encendí rápidamente, no sin cierta ansiedad producida por la cercana presencia de ella; pero cuando iba a llevármelo a los labios, su mano se alzó y, con un grácil movimiento, me lo quitó de entre los dedos para darle una calada profunda, sin dejar de mirar al vacío. No teníamos la confianza suficiente para que ella hiciera aquello dado lo poco que nos habíamos visto en realidad, pero parecía ser consciente de su poder sobre mí.

Al exhalar la última voluta de humo, respiró hondo y con una voz suave me preguntó:

—¿Cómo estás?

Siempre preguntaba lo mismo, como si quisiera hacer la radiografía de un paciente nada más entrar en la consulta o comenzar un interrogatorio policíaco con una pregunta aparentemente tan insignificante... para confiarte.

—Ahora que estás aquí, bien.

—Llevo aquí sentada cuatro horas, yo ya estaba aquí. Eres tú el que está aquí de pronto, si es que acaso eso te hace sentir bien.

Así era la esfinge, te respondía una obviedad cuando decías algo que te acercase mínimamente a ella para que te dieras cuenta de cuán estúpidas eran tus palabras. No le hacía falta insultar a nadie porque dejaba a cualquiera clavado en la pared con frases impregnadas de una presunta inocencia que te corroía las entrañas. Y todo eso, a pesar de que me quitaba el cigarrillo de las manos igual que se enganchaba a mi copa para no soltarla en las ocasiones en las que me había arrastrado a un bar, luego me preguntaba cariñosamente que cómo estaba para después confundirme con una gélida respuesta.

—Cómo vas a estar bien, imbécil —prosiguió— si has terminado en el psicólogo por mi culpa.

Me quedé petrificado. No había comentado aquello con nadie.

—Ahora me vas a preguntar que cómo lo sé —continuó sin dejar lugar a réplica— y yo te contestaré que conozco la forma de autoanalizarse y analizar a los demás que tiene un paciente de terapia.

Y entonces, por fin, me miró. Tenía los ojos brillantes, como sólo los puede tener alguien que tiene mucho que llorar y que no sabe cómo hacerlo.

Sin mediar palabra se abalanzó sobre mí y comenzó a besarme. Percibí el regusto de alcohol que deja el vino en la boca, y entonces me di cuenta de que era natural -en ella últimamente lo era- que hubiera estado bebiendo antes de verme.

Sentí entonces cómo se enfurecía entre mis brazos, cómo sus besos se volvían cada vez más y más ansiosos, cómo sus manos empezaban a recorrerme la espalda y su calor me envolvía por completo.

—Vámonos de aquí —me dijo en un susurro, y me llevó hasta el rincón más oscuro del parque que se encontraba más cerca.

Allí me tumbó -o me empujó, no sé muy bien cómo describirlo- sobre la hojarasca seca poniéndose encima de mí. Siguió besándome apresuradamente, como si escapara de algo mientras lo hacía, al mismo tiempo que sus manos recorrían mi pecho. Su lengua, hábil como siempre, empezó a arrancarme jadeos cada vez que se enroscaba entre mis labios y entonces empecé a perder la noción del tiempo mientras mis dedos exploraban su cuerpo, bajo el vestido. Con dos zarpazos me quitó el cinturón y me bajó la cremallera de los pantalones. Cuando me quise dar cuenta ya estaba entre sus piernas, aquel lugar que de tan cálido me recordaba a las brasas de la chimenea junto a la que me dormía en mis días de infancia. Quizá por este tipo de pensamientos uno termina en el psicólogo.

Al terminar permaneció tumbada junto a mí, de nuevo con la mirada perdida; ésta vez en el firmamento.

—Me vas a dejar quemaduras de segundo grado un día de éstos —bromeé.

Ella fingió no escucharme y susurró con una voz cargada de nostalgia:

—El cielo está precioso esta noche.

—¿Te gusta mirar las estrellas?

—No, las estrellas no, la luna. Me gusta mirar la luna porque, siendo una sola, está en miles de noches de una vez. Está en la noche del matrimonio que discute a puerta cerrada. Está en la noche de la chica guapa que se arregla para salir. Está en la de los enamorados que pasean juntos de la mano a la orilla del río. La luna es en nexo que une a todos los lobos, independientemente de cómo estén y cómo se encuentren. ¿Sabes? La luna parece un espejo para que puedas ver en ella el rostro de alguien a quien echas de menos.

Ese tipo de comentarios me dejaba completamente desarmado.

—¿Cómo alguien tan cínica como tú puede decir algo que, a todas luces, es romántico?

—Las cínicas no somos más que románticas a quienes destrozaron su ilusión a base de hachazos —dijo con cierto aire condescendiente mientras se levantaba de un salto.

Entonces se sacudió la hojarasca que había quedado prendida a su falda y se marchó.






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