5.5.13

Autoexigencia


Es una de esas tardes en las que no sé si anochece demasiado despacio o demasiado deprisa. 

Escribo. 

Un par de palabras. Borrar, esto no está bien. La página en blanco. Una idea, una frase inconexa; fuera, no me gusta. La página en blanco.

Cinco horas, y la página en blanco.

Dos golpes en la puerta. Secos, espaciados. Sólo son cuestión de cortesía, porque quien llama tiene las llaves de mi casa. La puerta se abre y aparece Ella.

Ella me encuentra en el escritorio, frente al teclado, la página en blanco. Me mira fijamente. Frunce el ceño. Está furiosa conmigo. Se acerca a mí y, sin mediar palabra, me agarra del pelo y me arrastra un par de metros antes de sacarme de la silla.

La puerta sigue abierta.

Me tira al suelo y, sin soltarme de los pelos, me arrastra por el rellano y me pone justo al borde del escalón que inicia el descenso hacia el portal.

—Ahora vas a escribir de verdad —me dice, antes de propinarme un puntapié en el estómago que me hace rodar escaleras abajo.

Vueltas y más vueltas.

Por el camino se me parten dos costillas y varios dientes. Voy bajando más y más, girando sobre mí misma como un satélite que ha perdido su eje de rotación.

Varias volteretas después, llego al final de la escalera. Me sobresalen un par de lágrimas de los ojos debido al dolor que me recorre la columna vertebral.

Ella ya me espera abajo, tan rápida como siempre, con un par de folios en blanco. Me los enseña, acercándolos lentamente a mi boca.

—Escupe sobre ellos —me dice.

Yo la miro desde el suelo, con mis costillas y mis dientes rotos. Siento un odio infinito. Casi no puedo apoyarme sobre mis antebrazos para levantar un poco la cabeza.

—¿No me has oído? —alza la voz— ¡escupe!

Obediente, me apresuro a complacerla. Me acerca el par de folios y escupo sobre ellos toda la sangre que guardo en mi boca y tres dientes.

La sangre forma un reguero por la página en blanco antes de que varias gotas caigan al suelo. Los dientes tintinean macabramente contra el suelo y rebotan un par de veces antes de detenerse.

—Así me gusta —me dice Ella— por fin escribes algo de verdad. Tanto juntar letras y se te pasa el tiempo sin dejarte vivir. Si no vives, no vas a escribir una puta mierda. Vive ahora, es tu momento. Ya tendrás tiempo para escribir.

Observa detenidamente las manchas de sangre que han quedado sobre cada folio. 

Rojas, distintas, originales. 
Desde las entrañas. 
Profundamente mías.

—Muy bien, muy bien —murmura, y se aleja con las páginas bajo el brazo mientras yazco sobre el suelo, llorando.


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