19.5.13

Las hijas de Medusa


Nosotras, las hijas del odio, nacimos de hombres destructivos. Nos enseñaron a amar a hombres destructivos que, haciendo gala de su naturaleza, nos destruyeron. Y cuando todo falló, cuando nos quedamos solas en la oscuridad, comenzamos a autodestruirnos nosotras mismas sólo porque no sabíamos vivir de otra manera.

Tú, que te enganchaste tan rápido al dolor, me preguntabas una y otra vez por qué siempre insistía en huir ante la más mínima duda.

Yo sólo quiero que no me cojan, que no me atrapen, que no me den un motivo más para tener que huir— te decía en aquellas tardes de otoño, disimulando a duras penas las ganas de encender un cigarrillo.

Así te pasaste la vida, aguantando; y yo, huyendo. Las demandas no se hicieron esperar y se llevaron todos nuestros tesoros más preciados en un breve parpadeo. Luego no supimos qué hacer.

Conseguiste vomitar, entre grandes y punzantes arcadas, uno de los clavos que tenías atravesados en el estómago y yo sonreí. Si tú eras fuerte, yo también. Sin embargo no fue nada fácil.

En nuestro camino de putas, tú te dejabas follar por la falsa seguridad que produce la rutina —así nunca podría pasarte nada, a pesar de que te estuviera ocurriendo de todo— y yo por el miedo a que quisiera arrojarme un buen día por la ventana de un piso de ocho plantas y no hubiera nadie allí para detenerme. Cómo íbamos a vivir solas por nuestra cuenta, si éramos dos pájaros suicidas que insistían en dejarse caer al vacío en cuanto les abrías la puerta de la jaula. Cómo dejarnos escapar.

Nos vendieron al mejor postor. Cuando hablabas de verdad, lo hacías en un susurro, y desgraciadamente siempre había demasiado ruido. Así nadie sabrá jamás que eres magnífica. Y te deshacías en lágrimas por las esquinas, las cuáles a veces no comprendía y otras me entraban ganas de secártelas a golpe de rabia. Estabas derrotada antes de empezar porque ignorabas profundamente que te habían declarado la guerra, y cada vez que entrabas en el salón parecía que no veías a los soldados caídos en el campo de batalla, el sofá manchado de sangre y mi esperanza clavada encima del televisor.

Yo lo observaba todo desde lo alto, en silencio. Siempre tan callada. Pero qué iba a decir, si el dolor me atenazaba la garganta. A veces estallaba, completamente furiosa, y no sabías cómo encajarlo porque siempre aparentaba estar tranquila. Será que estás cargada con mi mismo odio a pesar de mirarme y sonreír. Cuando era yo quien hablaba, la cosa era diferente. Todo el mundo escuchaba, aunque jamás me dieran la razón. Sabías que era mucho peor cuando permanecía en silencio durante horas, el mar retirándose de la orilla antes del tsunami, con consecuencias nefastas e impredecibles. Nunca comprendiste que me alejaba de ti no porque no te quisiera, sino para impedir que fueras arrastrada conmigo.

Es aterrador mirar tus ojos durante un momento y ver un abismo de angustia infinito. Me quita las ganas de hablar, de comer, de vivir. Nos arrebataron a la una de la otra, nos vimos crecer cada una desde su invernadero mientras se nos pudrían las flores y se nos secaban las hojas, sin opción de escapar.

Y luego nos quisieron, sí, para exhibirnos como trofeo. Eres despreciable pero haz el esfuerzo de aparentar ser perfecta. Nos preguntaron por qué cogíamos el corazón y lo hacíamos rebotar sobre el agua a la espera de que llegase hasta la otra orilla y no se hundiera por el camino. Por favor, por favor...; pero siempre se hundía y servía de alimento a los peces. Esconde el corazón donde nadie te lo encuentre. Y yo lo cambiaba de sitio una y otra vez para que nadie pudiera agarrarlo y dejarme sin él. Y así lo fui perdiendo y quedé reducida a sombra, a tu reflejo. La misma mujer con dos almas diferentes.

Se morían de miedo nada más vernos, petrificados en tan sólo una mirada.

Apenas existen obras donde nos dibujen hermosas, con un cuerpo sobre el que poder mandar, sonrientes. Sacerdotisas de Atenea que tratan de rendir tributo a la sabiduría desde su belicidad, a veces insana. Que eso jamás salga a la luz.

En cambio, muestran el triunfo de él en casi todas. No hay testigos para nuestra lucha. Perseo fue el héroe, nosotras sólo un monstruo al que había que aniquilar con presteza.

Os voy a contar un secreto: Perseo no fue un héroe, Perseo es un criminal.









16.5.13

Fantasmas de spleen



La tarde me ahoga entre tintes azules y grises. Estoy lo suficientemente ebria a estas horas, sí, de la tarde, como para traer a dos viejos amigos a mi salón y brindar con ellos.

Primero entra Leonard Cohen con su Famous blue raincoat para pegarme dos arañazos con un par de acordes y dejarme tirada en el sofá. Ah, the last time we saw you, you looked so much older... Casi me entran ganas de llorar. Me pasa un gato por al lado.

Ah, qué haría yo sin ti le digo al gato, como tengo por costumbre hacer al menos tres veces en semana. Conozco de sobra la respuesta, la cual no menciono porque sé que no gustaría a nadie.

Leonard, qué duro, joder. And when she came back she was nobody's wife. ¿Y tú por qué escribes tan buenas canciones? Cabrón.

Eres un cabrón recalcitrante, fíjate lo que te digo le comento al altavoz mientras trato de incorporarme del sofá porque mi vaso ya ha quedado vacío.

Y entonces entra Buckley y consigue que me detenga en mitad del salón como una autómata que recibe órdenes, sólo para escucharle. Buckley me deja tan indiferente como si me estuvieran haciendo una operación a corazón abierto sin anestesia. Imposible de ignorar. De hecho está cantando una canción de Cohen, lo cual recrudece el efecto esplínico hasta límites insospechados. Y es que la dulzura de la voz de Buckley unida a la precisión lírica de Cohen es una combinación demoníaca. Prueba a ponerlos juntos, si no te entra una nostalgia propia de siete novelas rusas es que no tienes alma. Baby, I have been here before, I know this room, I've walked this floor, I used to live alone before I knew you....
Y cuando dice lo de: Love is not a victory march, it's a cold and it's a broken Hallelujah se me caen de repente dos lagrimones enormes. Es la única canción con la que soy capaz de llorar. No me preguntes, no sé qué tiene. Ni Johnny Cash versionando Hurt me conmueve tanto.

Y encima estás muertole digo a Jeff como si eso fuera un crimen enorme. Que lo es. Me dirijo a la cocina y lleno el vaso hasta arriba. Me lo bebo tan deprisa que ya está casi por la mitad cuando vuelvo a sentarme en el sofá.

Se cuela Damien Rice con 9 Crimes. Ésa soy yo hace cinco años mirando por la ventana de la facultad. Me dan ganas de viajar al pasado y abrazarme fuerte, muy fuerte, no estás sola, maldita sea. Algún día serás fuerte y podrás escapar de todo eso. Pero ella seguirá escribiendo ese maldito diario que llenará entero de dolor, dudas y miedo, porque se los trajo en el equipaje desde otra ciudad. Me dan ganas de gritar.

Sobresalto. Un gato acaba de saltar a mi regazo. Lo miro y acaricio pensativa. Pero qué.

No tengo nada con qué justificar estas líneas. Me sale todo así, directo, sin filtros ni historias. Todo verdad. ¿Por qué crees que tiene éxito lo que se escribe en los bares, eh, Hemingway? Tú lo sabías mejor que nadie.

Esperáis que os ofrezca una lectura entretenida, cómo si no hubiera por ahí mejores cosas que leer. Ya se ha escrito demasiado sobre el spleen. Baudelaire, ¿por qué me has abandonado?

Bebemos sobre todo cuando estamos cargados de preguntas y reproches. Y con una esperanza propia de un crío de siete años esperamos encontrar una respuesta en el fondo del vaso, respuesta que nunca llegará. El ser humano es empíricamente inepto. Así es la vida. Y no sé a vosotros, a mí no me enseñaron a vivirla mejor.

Por cierto, menudos gustos musicales de mierda tiene la gente.


13.5.13

Equilibrio





Venus, la gata de dos caras




"Justo aquí está el equilibrio perfecto.
El encuentro de cielo y tierra. 
No demasiado dios, no demasiado egoísta,
de otro modo la vida se vuelve una locura.
Si pierdes equilibrio, pierdes poder"
Come, reza, ama


Hoy es un día como cualquier otro, por lo tanto, un día especial.

Antes, llegada a este punto, solía mirar hacia atrás, comprobar cuánto había cambiado, había crecido y toda esa parafernalia de comparación a la que los seres humanos estamos tan acostumbrados.

El problema de mirar hacia atrás demasiado a menudo es que terminas con tortícolis. Si hubiésemos nacido para estar constantemente mirando hacia nuestra espalda, lo hubiéramos hecho con la cabeza al revés.

A veces la naturaleza descubre enseñanzas importantes desde la simplicidad que damos por sentado y a la que no prestamos atención. Ésta podría ser una: hemos nacido para mirar hacia adelante. Por curiosidad no puedo evitar preguntarme dónde estaré dentro de un año, pero esa duda realmente carece de importancia. Estoy hecha para caminar hacia adelante. Ya llegará.

Sin embargo, importa más mirar a tu alrededor, ahora mismo, en este preciso instante y ver quiénes están a tu lado. Es bonito ver cómo cada vez hay más personas y de mejor calidad, siendo ésto último lo importante. Junto a personas que merecen la pena, uno no suma, multiplica. En este mundo la belleza necesita urgentemente ser multiplicada y ésta es nuestra misión, si es que hay alguna que merezca la pena autoimponerse.

Me miro a mí misma, tarea crucial en todo esto, y descubro esas pequeñas cosas que me hacen ser como soy. Aprendo a comprenderme, a respetarme y a perdonarme.
Entender mis cambios de humor, por ejemplo, y saber respetarlos. Tomar una decisión y ser consecuente. Comprender que da igual lo que haga la mayoría de las veces, si una persona quiere permanecer a mi lado lo hará y si no quiere, se irá. Preocuparme menos por el futuro. Dejar de intentar complacer a los demás cuando no me apetece. Disfrutar de los pequeños placeres que me ofrece el día: una taza de café, el ronroneo de un gato, palabras de alguien que se preocupa por mí, el atardecer que se ve desde mi ventana. La vida merecería la pena sólo por estas cosas, pero resulta que hay mucho más. Hay días en los que necesito comunicarme urgentemente con alguien y días en los que me necesito a mí, sólo a mí, desesperadamente. Y todo lo demás desaparece. Ésto último no todo el mundo lo entiende, pero es lo que hay. Soy solitaria, siempre lo he sido, y no lo veo como algo malo. Ser solitaria me ayuda a pensar, a saber prestar atención a la música, a leer, a poner en orden quién soy. A las personas les gusta sentirse necesarias para otros, pero no nos engañemos, lo único necesario para una persona es ella misma. Lo demás es opcional, accesorio y, muchas veces, pasajero.

Vengo de una familia de mujeres inteligentes, fuertes, valientes, creativas, soñadoras, risueñas, obstinadas, luchadoras, curiosas, sensibles... en una palabra: sabias. Ellas son mi referente. Aprendo de sus errores porque también han sido los míos, sus batallas son las mías y su forma de vivir es un ejemplo para mí. Y todo esto, siendo cada una maravillosamente diferente a todas las demás. Yo también soy diferente y sólo aspiro a alcanzar algún día la calidad humana que ellas poseen.

Hoy puedo permitirme pedir un deseo. Un deseo que me hará feliz y que hará feliz a quien quiera cumplirlo:

Si son mis pequeñas particularidades las que me hacen ser yo, pido a quienes quieran quedarse a mi lado que si me eligieron por ser diferente, nunca esperen de mí que siga una trayectoria “normal”. Ni con ellos, ni en mi vida. Ya intenté colmar las expectativas de los demás y el resultado sólo fue que herí, me hice daño y me hicieron daño.

Yo soy como un gato: voy y vengo, aparezco y desaparezco, caigo de pie, me lamo sola las heridas. Me gusta el silencio, la curiosidad me puede, mi felicidad es tumbarme junto a quien quiero, prefiero la noche al día, maúllo cuando hace falta, siempre miro al mundo con los ojos muy abiertos.

Nunca doy lo que se espera de mí, suelo dar lo que de mí no se espera. Esta impredicibilidad puede sacar de quicio, pero quien me quiera, que se aguante. Así de claro. Igual que yo aguanto en todo lo demás y, creedme, aguanto mucho, muchas cosas. La vida siempre depara sufrimiento y alegría, y esto es así invariablemente. Sólo puedes elegir a quienes aliviarán el primero y potenciarán lo segundo, y sólo lo harán si se sabe elegir bien. Una tarea tan jodida como apasionante. Lo bueno (y malo) del asunto es que esto depende sobre todo de uno mismo. Así son las cosas.

Lo siento. Gracias. Miau. Hasta siempre.



5.5.13

Autoexigencia


Es una de esas tardes en las que no sé si anochece demasiado despacio o demasiado deprisa. 

Escribo. 

Un par de palabras. Borrar, esto no está bien. La página en blanco. Una idea, una frase inconexa; fuera, no me gusta. La página en blanco.

Cinco horas, y la página en blanco.

Dos golpes en la puerta. Secos, espaciados. Sólo son cuestión de cortesía, porque quien llama tiene las llaves de mi casa. La puerta se abre y aparece Ella.

Ella me encuentra en el escritorio, frente al teclado, la página en blanco. Me mira fijamente. Frunce el ceño. Está furiosa conmigo. Se acerca a mí y, sin mediar palabra, me agarra del pelo y me arrastra un par de metros antes de sacarme de la silla.

La puerta sigue abierta.

Me tira al suelo y, sin soltarme de los pelos, me arrastra por el rellano y me pone justo al borde del escalón que inicia el descenso hacia el portal.

—Ahora vas a escribir de verdad —me dice, antes de propinarme un puntapié en el estómago que me hace rodar escaleras abajo.

Vueltas y más vueltas.

Por el camino se me parten dos costillas y varios dientes. Voy bajando más y más, girando sobre mí misma como un satélite que ha perdido su eje de rotación.

Varias volteretas después, llego al final de la escalera. Me sobresalen un par de lágrimas de los ojos debido al dolor que me recorre la columna vertebral.

Ella ya me espera abajo, tan rápida como siempre, con un par de folios en blanco. Me los enseña, acercándolos lentamente a mi boca.

—Escupe sobre ellos —me dice.

Yo la miro desde el suelo, con mis costillas y mis dientes rotos. Siento un odio infinito. Casi no puedo apoyarme sobre mis antebrazos para levantar un poco la cabeza.

—¿No me has oído? —alza la voz— ¡escupe!

Obediente, me apresuro a complacerla. Me acerca el par de folios y escupo sobre ellos toda la sangre que guardo en mi boca y tres dientes.

La sangre forma un reguero por la página en blanco antes de que varias gotas caigan al suelo. Los dientes tintinean macabramente contra el suelo y rebotan un par de veces antes de detenerse.

—Así me gusta —me dice Ella— por fin escribes algo de verdad. Tanto juntar letras y se te pasa el tiempo sin dejarte vivir. Si no vives, no vas a escribir una puta mierda. Vive ahora, es tu momento. Ya tendrás tiempo para escribir.

Observa detenidamente las manchas de sangre que han quedado sobre cada folio. 

Rojas, distintas, originales. 
Desde las entrañas. 
Profundamente mías.

—Muy bien, muy bien —murmura, y se aleja con las páginas bajo el brazo mientras yazco sobre el suelo, llorando.