25.4.13

Encuentros en la segunda fase


Jorge es tranquilo, simpático y tiene una conversación que, sin resultar excesivamente interesante, no hace que caiga en el tedio más absoluto. Eso permite que no me importe caminar a su lado aunque el frío del invierno empiece a arreciar.

No es remarcadamente guapo, aunque sí especialmente bajito. Tanto es así que, cuando me invita a comer en un restaurante, me detengo en la elección de mis zapatos. Aunque elija unas zapatillas completamente planas, voy a seguir sacándole tres o cuatro centímetros como mínimo. Y eso que yo no soy especialmente alta. Por un lado, pienso que si le importara nuestra diferencia de altura sería algo completamente estúpido, ilógico y absurdo, pero algo me dice que le gustará no tener que coger un taburete para auparse cada vez que me dirija la palabra, así que descarto los tacones y me calzo unas zapatillas sin cuña. Al fin y al cabo, no podré decidir voluntariamente que le gusten o le molesten otras cosas, y este no deja de ser un detalle sin importancia. Además, me va a invitar a comer, qué mínimo que hacer que no tenga tortícolis después de nuestro encuentro. Es una cuestión práctica sobre todo.

La conversación empieza de forma agradable una vez estamos sentados a la mesa, y él pide un buen vino para acompañar la comida, cosa que hace que momentáneamente me relaje. Hablamos de detalles sin importancia, aunque estoy intentando buscar un tema de conversación común. No tardo en sacarle el de la literatura que, dado mi trabajo como editora, es mi vida.

Me gusta leer. Yo leo todos los días.

¿Ah, sí? pregunto esperanzada mientras cruzo los dedos por debajo de la mesa para que no me diga que lee la saga Millenium o que El código Da Vinci le parece el súmmun de la literatura contemporánea.

Sí, siempre leo la Biblia, todos los días antes de acostarme.

(Sonido de aguja de fonógrafo rápidamente retirada de un vinilo)

Sorbo de vino por mi parte.

No estoy segura, pero creo... creo que hubiera preferido lo otro. Sí. Es como si alguien te confiesa que lee el Mein Kampf todos los días en lugar de sólo para su tesis “El Mein Kampf abordado desde una perspectiva psicológica y social” en la que concluyes que, efectivamente, Hitler estaba loco y más vale que Freud lo hubiera pillado a tiempo y lo hubiera puesto de farlopa hasta el culo. Y hay quien pensará que relacionar ambos libros es una burrada, que no es lo mismo, pero ¿qué conclusiones se pueden extraer de un libro lleno de genocidio, apología de la muerte, violencia y guerra? Y no me valen los que se quedan sólo con la segunda parte, que el libro está conformado así por algo. Además, San Pablo era un cabrón, las epístolas que escribe son del todo inexcusables. Leedlas si no me creéis.

Dándome cuenta de que mi silencio se está prolongando más de lo debido, intento quitar hierro al asunto:

Ah, pero... ¿eres creyente?

Sí, pero no católico.

¿Entonces?

Soy creyente sin más. Leo la Biblia, es un libro cargado de razón, que no pasa de moda aunque pase el tiempo. Jesús es la fuente de fe verdadera.

Creo que hubiera preferido que fuera Testigo de Jehová.

Sorbo de vino por mi parte.

¿Entonces piensas que el mundo tiene seis mil años de antigüedad, que un señor barbudo hizo el mundo en seis días, para luego convertirse en paloma, tirarse a su madre, para que dos mil años después todavía nos acordemos de él? No le pregunto nada de eso. En lugar de atacar directamente sus ¿creencias? intento encauzar la conversación por el lado racional. Al fin y al cabo es arquitecto, ha tenido que dar Física a punta pala en la carrera.

Entonces... ¿tú crees que lo que dice la Biblia es la fe verdadera?

Asiente.

¿Y te das cuenta de que si hubieras nacido en cualquier otro país, pongamos la India, ahora probablemente serías hindú y defenderías también a capa y espada que ésa, y no otra, es la fe verdadera?

Claro que no.

¿Claro que no?

Sería lector de la Biblia igualmente. Terminaría llegando de todos modos a la fe verdadera.

Sorbo de vino por mi parte.

Uh, uh. Esto es más peligroso. Se me enciende la alarma de “pirado a las doce”. Intento expresar lo mismo con otras palabras.

¿Entonces no crees que la religión es, más que una verdad dogmática, absoluta e inamovible, un tipo de doctrina eminentemente cultural, como cualquier otra de carácter no religioso?

No. Dios me ha elegido.

Sorbo de vino por mi parte.

Ah... entonces, si yo soy atea, es porque no me ha elegido a mí, ¿no?

(Breve mueca de decepción por su parte al escuchar de mi boca esas palabras)

Exacto.

¿Y hay que ser de alguna forma en especial para que dios me elija?

Sólo él lo sabe. Nosotros para él no somos más que gusanos, no más importantes que una piedra. Pero a veces, a unos pocos, nos elige.

Se me ha acabado el vino. Mierda. ¿Quedaría demasiado brusco coger la botella como en un saloon del lejano oeste y llenármela hasta el borde? Qué forma de arruinar un buen vino. Me limpio con la servilleta de tela que tengo sobre las rodillas y la dejo encima de la mesa.

Llegados a este punto de la conversación estoy tentada de preguntarle cómo sabe que dios le ha elegido a él, si habla con él y, lo que es más importante, si él le responde, pero pudiera ser tachada de descortés por mi interlocutor y no hay que olvidar que yo sigo atrapada en un restaurante con él.

Evito el tema de religión y empiezo a hablar de cosas para que diga palabras que lo hagan parecer momentáneamente más normal.

A pesar de mi falta de fe y de su biblieísmo fanático, no parece que sea un obstáculo insalvable para dejar de cortejarme, eso sí, a la antigua usanza. De modo que cuando terminamos de comer, alabar el color de mi pelo y decir que se alegra de que sea una chica dulce con la que se puede hablar, me compra un ramo de flores a pesar de mis quejas para que no lo haga. Me pregunto qué espera de mí cuando hace esas cosas.

Me pide que nos veamos al día siguiente y como tengo interés en averiguar si los gnomos de jardín le responden cuando les habla, acepto la oferta.

El segundo día es más peliagudo.

En cierto momento ensalza mi forma de vestir:

-Me gusta la ropa que llevas. No vas vestida como esas tías que van de zorronas por la calle con minifalda y botas de puta.

Mis ojos se abren como platos y trago saliva para hacer más llevaderas sus palabras. Ya sabía yo que a falta de vino tendría que haberme traído una petaca.

¿No crees que las mujeres deben ser libres de vestirse como quieran?

Como quieran sí, pero dentro de unos límites.

O sea, con libertad, pero sin pasarse, ¿no?

Claro.

Ignoro lo horrible que suena esa respuesta.

¿Si yo me vistiera con minifalda y escote, sería menos interesante?

Perderías muchos puntos.

Cómo no. Imagino que la misoginia es una parte fundamental de leer la Biblia cada noche, si no, con qué estomago lo haces, teniendo en cuenta que te la tomas en serio. Puedo soportar a un esquizofrénico con los ojos cerrados, pero a un misógino me cuesta más.

Noto que le molestan mis réplicas. Estoy empezando a ser agresiva con mi discurso, arrinconando sus argumentos a base de lógica aplastante y él sólo rebate mis argumentos repitiéndome los suyos.

Cuando me monto en su coche para que me lleve a casa, la situación es más tensa. Él intenta relajarla con preguntas poco comprometidas, en principio:

¿Entonces no sueles salir mucho?

No respondo mis amigas viven lejos y eso hace que no salga tan a menudo como quiero. Si hubiera más bares interesantes, no me importaría ir sola.

Una mujer, ¿sola en un bar? Menuda imagen darías. Mejor ve con una amiga.

¿Y por qué necesito una carabina, si lo que quiero es tomarme una cerveza sola en un bar, sin que nadie me moleste? ¿No soy libre de hacerlo?

Puedes hacerlo, pero entonces no te quejes si los hombres empiezan a querer algo contigo. Sería natural. Eso es lo que hacen las mujeres solas en los bares, buscar la compañía de un hombre.

A estas alturas empiezo a plantearme si sería buena idea tirarme del coche en marcha con tal de no escuchar esa sarta de estupideces. Ahogarlo sería otra opción, pero va conduciendo y si nos estrellamos no me gustaría implicar a más gente en un accidente.

Cuando bajo del coche le digo que nada, que un placer la velada y que ya le llamaré “si eso”, siempre y cuando “si eso” sea que de camino a mi casa me cojan una banda de psiquiatras escapados de un manicomio de principios de siglo XX y me practiquen una lobotomía. Esto último no se lo menciono.

A pesar de estar tentada a quedar con él una vez más, aparecer maquillada como una puerta y vestida como la más vulgar de las prostitutas, decido no perder más mi tiempo con él. Aunque me encantaría ver qué cara pone si le suelto algo así como: “oye, cariño, ¿sabías que no llevo bragas?”.

Tal vez lo haga algún día.

Por teléfono.

Y así poder decir que me he equivocado de número, que le estaba devolviendo la llamada a un cliente de la línea erótica para la que trabajo.

Joder, al final me he quedado con la duda de si llevarlo a la planta de salud mental más cercana. Desde luego recibir unas clases de ética no le vendría mal.

Lo malo de jugar conmigo a Sir Lancelot es que yo no doy el perfil de Lady Ginebra. Soy más bien una cierrabares adicta a la cerveza, el vodka y el tequila. Y claro, así no hay quien se concentre para leer la Biblia. Me pregunto en qué parte pone eso de que las mujeres no podemos ir solas a los bares. Probablemente en el Apocalipsis.

Es que este San Juan siempre está en todo.

Lo malo de no ser superficial es que puedes correr el peligro de ahondar demasiado. Si era así en la segunda cita, madre mía. Tal vez en la quinta me hubiera exigido que vistiera burka y me sentara con las piernas cerradas.

Resulta que debería haber llevado unos tacones de aguja. Quien ha terminado con agujetas, pero mentales, he sido yo. Parece que sí, que plantearme la cuestión de la altura era algo completamente estúpido, ilógico y absurdo.



2 comentarios:

  1. "El peligro de no ser superficial es que puedes correr el peligro de ahondar demasiado."

    -No creo que eso sea un peligro.

    Saludos.

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    1. Tienes razón. Y me acabas de descubrir una redundancia ahora mismo que voy a corregir. Como tenía ganas de publicar no he revisado el texto todo lo que debería. Gracias.

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