13.12.13

Accidentes

Caminaba por la calle y tropecé contigo.
Discúlpeme, señor,
a veces voy distraída cuando viajo sin dirección,
y tú sonreíste resplandeciente y me dijiste:
descuida, es lo que tienen los accidentes.

Venía de haber perdido el corazón en una apuesta
jugando con un poeta, un músico y un pintor,
para luego descubrirme al final de la noche sin lienzo,
en blanco, en silencio y sin respuestas.

Quizá te sorprendas al escuchar esto: te engañé
con mi carita de niña buena
o el disfraz que llevaba aquella tarde, de mujer
que pasea por los bares besando a desconocidos
para que la conozcan muy bien.

Me enamoré demasiadas veces y, ya ves,
regresé a la calle donde tropecé contigo
sólo para saber a qué saben los principios
de lo que nunca pudo ser.
Al girar en la esquina ni te despediste.

El resto de los hombres de mi vida me aburrieron demasiado,
tal vez es mi culpa por querer vivir algo más interesante.
Perdóname por querer, de lo bueno, lo mejor
a sabiendas de que son incompatibles;
como tú y como yo.

7.12.13

In my darkest hour

Necesitaba estar lejos. Lejos de todo.

La vida se había vuelto insípida y había comenzado a no soportar muchas cosas.

Estaban aquellos anuncios estúpidos cuando salía a dar una vuelta que te bombardeaban como si fueras una máquina que consumía sin importar el qué. Luces brillantes en los escaparates, carteles de colores, imágenes de seis metros de largo en las autopistas, caras gigantes y sonrientes, casi grotescas, que pretendían venderte cualquier cosa a cualquier precio hablándote como si tuvieras cinco años. Todo aquello acosándote sin compasión desde los periódicos, las páginas web, la televisión. Todo revestido con una pretendida calidez tan sobrecogedora que se me helaban las entrañas y me hacía sentir cada vez más y más insignificante.
Todavía no estás muerta, así que consume.

Estaban aquellas salidas en las que se conversaba sobre nada. Entendedme bien, salían un montón de palabras de sus bocas durante minutos que se convertían en medias horas interminables. Las sílabas giraban en torno a mí, me rodeaban y conformaban un muro que me separaba de ellos aún más. Podrían haberse pasado la existencia comentando el último video de Youtube que habían visto, un programa de prime time, lo que fuera. Y me sentía tan extraña, tan alienígena, tan confusa por que fueran incapaces de hablar de ninguna otra cosa, que se me hacía un nudo en la garganta y era incapaz de hablar. Estás muy seria y callada, decían, mientras lo único que deseaba era salir de allí. Casi podía extender la mano y tocarlos, quizás abrazarme a ellos con fuerza y estallar en un llanto denso y profundo pidiendo a gritos algo de comprensión. Pero mis mejores amigos, los de verdad, estaban muertos. Algunos llevaban siglos bajo tierra. ¿Qué podrían entender aquellos seres que se carcajeaban viendo cómo un skater se caía de bruces por las escaleras? ¿Entender el qué?
El mar, la luz, el aire.
A ellos.
A mí.

Estaban las conversaciones de las que no te querías enterar. Ahí estaba una chica igual que tú hablando de su novio con otra amiga. Juntos desde el instituto, diez años después. Y hablaba de él con tan poca pasión y respeto, que en lugar de estar comentando su relación parecía que estuviese escupiendo sobre una ameba. Y aquello me entristecía. Imaginarlos. Cogidos de la mano porque se supone que hay que caminar cogidos de la mano. Una mueca fingida pretendiendo ser sonrisa. Yendo al cine todos los fines de semana porque se les había terminado la conversación, y al menos así podían hablar la media hora que duraba el trayecto de vuelta a casa. Pidiendo con despreocupación la sal al otro lado de la mesa, procurando comer sin mirarse a los ojos. Durmiendo en la misma cama pero separados por una columna de aire y cada uno hacia un lado, como si no pudiesen soportar el aire que exhalaba el otro al respirar. Una vida tan vacía, tan llena de soledad y de silencio.
Me daba pena aquella chica.
Yo era aquella chica.

Estaban esas mujeres, esos hombres, que caminaban contagiados por la prisa a lo largo del vagón. Sus portátiles. Las corbatas esperpénticas de ellos a juego con los calcetines y sus apestosas colonias. El colorete mal puesto de ellas y el tinte que permitía ver sus raíces morenas contrastando con el rubio oxigenado de pega. Todos llenos de ojeras, de arrugas de preocupación por un trabajo frenético que aportaba dinero e insatisfacción a sus vidas a partes iguales. Las máquinas a las que destinaban esos anuncios tan asquerosos de los que hablaba al principio. Escuchando cómo cerraban tratos por su nuevo teléfono de última generación. Oyendo las carcajadas de machitos al comentar que el viejo tunante del jefe se había pinchado -¿hay expresión más horrible y misógina?- a la ingenua de la secretaria. Y por lo visto a ella se le estaban cayendo las tetas, no era de extrañar que aspirase a un amante de tan bajo nivel. Qué risas. Y ellas, trabajadoras y madres abnegadas, haciendo como el que oye llover a pesar de que sus maridos eran exactamente igual de infieles que sus compañeros de trabajo, enzarzadas en poner verdes a las que no estaban presentes en aquel momento. Que si una no sabía vestir a su hijo. Que la idiota de cual decía que ella no era menos mujer por no parir, la infeliz, apostillaban. Y entonces mi asiento se convertía en un abismo aislado que me separaba de todo aquello. Algo que me saque de aquí, pero me mareaban sus colonias y sus risotadas y sólo podía desear que el tren llegase cuanto antes a su destino.

Estaban las reuniones de intelectuales. Una competición absurda en el atuendo físico y mental -se parecen tanto- por ver quién destacaba más. Debían de pasarse horas en el baño para tener el aspecto de alguien que lleva tres días durmiendo debajo de un puente. Otros pretendiendo fingir miopía delante del médico para poder lucir unas gafas. Goddard y brandy, y no sé quién había recibido clases de piano de un músico prestigioso. Charlas eternas que sólo recitaban de memoria una lista interminable de títulos de libros y autores. Y cuando me preguntaban... ¿te has leído...? Joyce, Proust, Chesterton... contestaba con un impertinente: ¿y vosotros, os habéis detenido al leerlo?


Quise resistirme a todo aquello, pero estaba sola. Hacía como en la infancia y me encerraba en los libros. Pero pronto los libros se convirtieron en una dolorosa ventana al mundo. Era incapaz de encender el televisor o leer las noticias del día. No quería saber nada de ellos. No quería pertenecer a un mundo plagado de escoria. Mi precario piso de alquiler daba pena, pero me resistía a salir de él. No quería estar con los demás. Cuando terminé con todas las existencias de alcohol que guardaba desde hacía meses, empecé a pensar que necesitaba salir desesperadamente. Desesperadamente. Y salí, claro que salí. Como una estampida furiosa. Arrastrando mis cadenas. Manchándome las manos de sangre.
Boicoteé toda relación que tuve con un ser humano, a veces consciente, a veces inconscientemente. Amaba y odiaba indistintamente, era una vorágine y en cuestión de semanas lo que tanto deseaba lo detestaba con igual intensidad. La historia del ser humano caprichoso, rueda, rueda, rueda... Y no vino santa Inés Zorrilla ni su redención, por más que la esperé.


¿Esto era madurar? ¿Era una crisis? ¿Se habían ido los niveles de serotonina de mi cerebro a la mierda? O todo a la vez. Aún así no fantaseaba con la muerte. Ya pasé por aquel peaje, que casi me costó unas buenas cicatrices. Y era ese hastío, ese hueco, esa nada. Esa nada que lo engullía todo y me hacía tiritar de frío por la noche durante el verano. Pero las personas no esperan, las personas no descansan. Y cada día me despertaba con las expectativas, los sueños, las esperanzas que otros depositaban en mí, en las manos. Y yo les metía fuego junto con los míos propios. Si toleraban tanta injusticia, no tendrían paz. Yo no tenía paz, ¿por qué iba a permitir que ellos la tuvieran? Me había vuelto un ser egoísta y ya no sabía distinguir, al contrario que Sartre, si el infierno eran los otros o lo era yo.

22.11.13

No había ningún imbécil dispuesto (a quererme así)


Era una fría noche de invierno.
Copa dura y vacía
descansando
entre mis dedos pálidos teñidos de azul.
Demasiado fuego entre las piernas,
mi sujetador temblando de impaciencia.
Una taza de café volcada sobre el suelo.
Lápiz y papel por todas partes,
folios en blanco y rouge ahíto sobre mis labios.
Mucho tiempo sin sonrisas,
el alma muerta
horas acumulándose de madrugada
agolpándose unas sobre otras
encima del árido insomnio.
Catástrofe en mis ojos;
sí, la reconoces tan bien.
Tantas cosas que decir
y me desangra este silencio.
Apenas recuerdo cómo se hace el amor.
Cómo se hace de verdad.
Fui a buscarte
y por el camino me encontré
sola. Ya no había nadie.

No había licor para mi copa
dura y vacía
-como una polla sin amor en las entrañas-,
y el hielo se convirtió en agua.
Mi pecho ardiendo
y la falda helada,
sólo ausencia para templar el termómetro.
Podría haber escrito unos versos
en aquellas hojas desiertas
si me hubieras dedicado una sonrisa
escondida entre tus palabras.
Dame un café que me duerma,
un bourbon que me despierte.
Arde una hoguera en mi alma
necesito arrancarme este sujetador
y quedar simplemente desnuda, vestida
con tu aroma, con tu olor.
Belleza en mis pupilas,
la conoces aún mejor -acércate y mira-.
El tiempo se detiene
y el silencio se suicida,
porque cuando hay silencio...
no hay silencio.
Besos trepan por mi espalda
e invento mil maneras de hacerte el amor.
Caminar de tu mano sin dirección.
Estrellas en tu almohada, riendo bajo el edredón.
Estar vivos, celebrarlo cada día
y soñar.

Ninguna carta de amor.
Sin llamadas en espera.
Podría haber sido marzo, abril
y seguiría sin haber canciones.
Algún día, créeme, contaré esta historia
a tus nietos:
Era una fría noche de invierno
y no había ningún imbécil
-traicioneros, silentes y cobardes-.
No había ningún imbécil dispuesto
(a quererme así).

2.11.13

Vendrá Noviembre y cuando llegue te llevará consigo...

Avanzo entre estas calles empedradas y me pregunto cómo ha podido llegar el frío tan pronto, si hace tan sólo dos días que me ofrecía en la terraza más cercana para ser templada por el sol. Viene Noviembre y se cuela por debajo de mi falda, helándome las entrañas como el amante que quiso llegar pero nunca estuvo. Y así cómo voy a pasear, con este frío, tomando una mano cálida sin llegar a tiritar. Cómo voy a dar pasos firmes por el pavimento si los labios están resecos y un aliento débil sale de mi boca. Los días son más oscuros y se me olvida cómo caminar por el borde de las aceras sin resbalar. Es el otoño descarnado que llega con aroma a invierno y pretende hacer pasar por moderación la sesgada caída de sus hojas. Yacen muertas a mis pies, se han perdido tantos colores...

Cómo voy a encontrar un rayo de luz en este invierno mentiroso que juega a ser otoño. Cómo voy a ofrecer calor si desaparezco bajo sábanas raídas y solitarias, y miro al techo y me pregunto por qué, maldita sea, por qué llegó la oscuridad tan pronto al sofá de mi salón.

Ofréceme un cigarrillo, ¿no ves que tengo frío? O me arrancas la gabardina o me alargas la bufanda, esa que está ahí donde no debe, y que no debiera estar por ciento dos motivos lógicos; pero que aún así, está. Porque sí, porque es mi casa.

Dime el por qué de unos labios tan rojos. Por qué me gusta besar las mejillas en un saludo de mera cortesía donde podría hacer estallar mis labios en el aire sin el menor sonrojo. El chasquido del cuero negro para el colchón, necesito una piel suave y ligeramente pálida de la que beber aunque tan sólo sea un segundo.

¿Tú qué crees? Dime cómo puede ser, si eres tan listo, que siendo tan distintos miremos a la vida con ojos parecidos.

Vendrá Noviembre,
qué será del frío, si al final resulta
que no sé inventar el calor suficiente para destruirlo...  

15.10.13

Ouija


Nunca te lo confesaré, pero siempre que me siento perdida vuelvo a tus palabras. Tus palabras, olvidadas hace ya más de dos años, muertas en el ciberespacio guardando la imagen y el pensamiento de un hombre que ya no existe, pero atestiguando al mismo tiempo que vivió. Que vivió, y amó, y sufrió, y se hizo grande, se hizo olvido y volvió a resurgir de sus cenizas -y créeme cuando te digo que una parte de mí se odia por no haber tenido nada que ver con eso-.

Me gustaría ignorar que siempre estuvimos tan lejos entre distancias y sentimientos, me gustaría tenerte hoy en mi ciudad, con mis años, y sentarte en una silla y que me hablaras tan claro como en tus escritos. Tal vez sí, ahora, sabría encontrarles provecho.

Tal vez sí, ahora, podríamos encontrarnos en un mismo espacio y mirarnos sin rencor ni desprecio. Podrías ser algo más que el fantasma que ahora eres y que me habla desde el pasado sin saber siquiera que lo hacías. Y yo podría ser algo más que un cinturón olvidado tras una noche de pasión con el que cargas en cada mudanza, y quien sabe si habrás tirado o guardado en algún cajón de casa de tus padres.


30.9.13

La hija del espantapájaros

A veces preferiría
que tu amor se expresara con caricias
en lugar de hacerlo con rayos y truenos.

A veces preferiría
que por mi cumpleaños, en lugar de un vestido,
me regalaras un beso.

A veces preferiría
que me escuchases, tan sólo por un momento,
y no volvieras contra mí mis propias palabras.

A veces preferiría
que tus gritos no cortasen mis silencios,
y mis silencios no se convirtieran en lágrimas.

A veces preferiría
mirarme en el espejo de tus ojos
y no ser en tu mundo un motivo más de decepción.

A veces preferiría
que el torrente de tu voz fuera por una vez amable
en lugar de hosco, imperativo y destructor.

A veces preferiría...
que a veces no fuera siempre,
y que a veces, siempre, fuera nunca.




15.9.13

Tiempos difíciles para aprender a bailar


Era una noche cuajada de estrellas y él me invitó a bailar
cuando des nuevos pasos, asegúrate de hacerlo con firmeza
me dijo entre cañas de cerveza y alguna canción de jazz
cuyo título apuntamos en una servilleta
y a las tres de la mañana olvidamos en la barra del bar.

Tiempo después dejamos de vernos y yo
comencé a dar nuevos pasos hacia la dirección que creí más correcta 
y fallé, una y otra vez,
y no dejaban de venirme a la cabeza sus palabras:
cuando des nuevos pasos, asegúrate de hacerlo con firmeza.

Vacié el tablero de ajedrez en la mesa y empecé de cero
nunca es fácil cerrar la puerta si está abierta una ventana
a menos que lo hagas a patadas,
que fue el único modo que encontré en esas circunstancias
de marchar por un camino que sabía lleno de adversidad.

Sabes el pánico que me daba la soledad,
admiré a todos los hombres que pasaron por mi vida
capaces de estar más de cinco minutos en su habitación sin gritar
y no dejaba de preguntarles ¿cómo lo haces?
¿cómo puedes estar en silencio y no asustarte, no mirar atrás?

Y a pico y pala abrí un agujero entre la nada
y por él me colé y aguanté los temblores de la tierra,
los momentos en los que el agua todo lo anegaba,
y continué hacia delante. Entiéndelo, tuve un mal ejemplo en casa,
mi padre siempre fue un cobarde y yo sólo quise ser algo mejor.

A todos preguntaba entre sonrisas cómo estás, corazón
tratando de desviar su atención hacia mi causa y mi terror;
así podría pasar de puntillas, a cuestas con mis dudas y mi pena
por la puerta de nuestra conversación sin que se dieran cuenta.
Mi madre me enseñó que fingir fortaleza hace que al final te la creas.

Y con nadie hablé de mis madrugadas agarrada a una botella,
de mi entumecido corazón al que le pegaban latigazos
nada más se atrevía a latir algo más alto.
Sola con mis demonios en la cama hasta que los vencí
y en esas estaba cuando recordé sus palabras:

Cuando des nuevos pasos, asegúrate de hacerlo con firmeza.
Y aprendí a bailar foxtrot con presteza y me concedí poder dudar
sin prisas, y dejar el quickstep para más tarde, sin tener a nadie en cuenta.
Sólo así podría hacerlo bien, mi única obsesión en la vida,
ya que de amor y perdición estaba bien servida. Hace mucho que venía de vuelta.

Son tiempos difíciles para quien inicia una nueva estela
en el camino de sus días. En una ciudad inmersa en crisis egoístas
el corazón también se desgasta y yo trato de inventar una respuesta.
Si me preguntas qué hacer te diré que fingir fortaleza,
me lo enseñaron mis mayores, qué puedo decir, 
cuando des nuevos pasos, asegúrate de hacerlo con firmeza.




10.9.13

Ariadna en el laberinto


Borré todas las huellas que encontré a mi alrededor
porque no quería seguir los pasos de nadie,
sólo distinguir las mías en la arena
cuando mirase hacia atrás.

El camino se iba haciendo por momentos
más largo y angosto,
y en más de una ocasión tuve miedo
por si no era capaz de volver a respirar.

Es todo tan difícil
cuando te falta el oxígeno,
cuando te fallan las fuerzas
cuando todos los demás están tan cerca 
y tan lejos a un mismo tiempo.

Y el sendero sigue ante ti,
es lo único que permanece constante
aunque no sepas si serpentea formando un zigzag
o una espiral infinita.

Qué te queda si no es calmar la sed
y continuar hacia delante,
ignorando si rezar por salir del laberinto
o por encontrar al minotauro cuanto antes.

4.9.13

Café para dos

Cris me preguntó por ti y yo le dije que no tenía ni puñetera idea de dónde estabas.
Te deberías de preocupar más por él, me dijo. Aguanté las ganas de mandarla al cuerno y empecé a lanzarle preguntas insidiosas.

—¿Sabes esos hombres que se pasan la vida haciendo planes para un futuro que nunca llega? Los detesto, a todos ellos. Creen que por planificar ya nos van a encerrar en su futuro, como si pudieran. Crean una falsa seguridad y se aferran a ella en lugar de saber cómo mantenerse a tu lado día tras día. Una deliciosa estupidez que cada vez los aleja más del presente.

—Pues a mí me gusta hacer planes de futuro— replicó como si no supiera de qué le estaba hablando.

—Hablando de planes de futuro, ¿cuándo piensas ir a Marruecos, eh? Llevas soñando con ir desde que conozco, y de eso hace ya más de nueve años.

—Cuando a Carlos le den permiso para cogerse unas vacaciones en la oficina.

—Exacto. ¿Y qué pasa si te mueres mañana? ¿Dónde quedan tus planes de viajar a Marruecos? Toda la vida planeando algo que en realidad nunca va a ocurrir. ¿No te parece absurdo?

—¿Y qué harías en mi lugar?

—Hacer las maletas, coger todos los bonitos recortes que has hecho durante años de guías y revistas con indicaciones de aquellos lugares que quieres visitar y largarme este mismo fin de semana.

—Pero...

— Futuro inmediato, nena.

—Carlos no tendrá vacaciones hasta...

—Olvida a Carlos. Déjale una nota en el frigo y márchate.

—Yo no soy como tú.

—¿Qué quieres decir con eso, si se puede saber?

— …

—¿Que yo no tengo pareja, que no sé lo que es llevar la responsabilidad de una relación?

—En parte, pero no te enfades. Ya sabes que la situación es diferente para cada una.

—Sería diferente incluso si viviéramos la misma.

—Reconócelo. Si Carlos me dejase ahora, me sentiría perdida y lo único en lo que podría pensar para animarme sería en quién sería el próximo. En cambio tú...

—Sí... yo soy más de las que piensa se ha quedado una soledad preciosa, ya verás como viene a enamorarme algún hijo de puta y la jode.

—Exacto. Pero no te enfades. Es sólo que yo no soy tan radical.

—Yo no soy radical, es sólo que...

— ...que tienes miedo. Tienes miedo de que te vuelvan a partir el corazón.

La miré. A veces no podía evitar preguntarme cómo una persona tan distinta a mí era capaz de verme tan bien. Ella me miró a su vez, con sus profundos ojos rasgados. Guardamos silencio durante unos minutos y entonces me levanté de la mesa para ofrecerle más café.






31.8.13

Cuestión de vicio


Dónde vas,
con sonrisa encendida entre tus labios media luna
y sabor a cigarrillo casual.

Sabes bien
que las noches me perturban
me seducen y me anudan
a la cama de cualquier animal.

Era todo un descontrol,
provocado por los faros de tu coche entre la niebla
y el alcohol.

Vas a ver
que cien besos matan antes que el champán,
es la ciencia savoir faire.

Mis tacones te persiguen por las sombras, como agujas
poseídas tras el humo del jas.

Fóllame,
son mis bragas, tu antifaz sobre la mesa,
entre vodka y alquitrán.

Un zigzag:
mil sonrisas de alquiler,
residencia entre mis piernas sin final.

24.8.13

Lorazepam y tinto de verano

Dime, querido cobarde, qué pensaste al pegar un frenazo de repente dejando las ruedas clavadas en el asfalto. Allí, delante del hotel, me miraste cabizbajo y me susurraste: bájate. Bájate, como diciendo ya no quiero nada más.

Obedecí tu orden con rapidez, asustada por si podría enfadarte siquiera con un débil amago de insurrección. En seguida saliste del coche, para acto seguido abrir el maletero y tirarme unos tacones desgastados de furcia barata que sacaste del interior. Póntelos, dijiste, te quedarán bien.
Volví a obedecerte, esta vez ya sin prisas, adivinando tus deseos. Arrojé los zapatos que llevaba a una papelera, no menos baratos que los que tú me habías dado, y me puse los tacones.

Me agarraste del brazo entonces, no sin cierta violencia, y tiraste de mí con brusquedad hacia el hall del hotel iluminado que se abría ante nosotros. Apenas podía caminar con aquellos tacones de aguja imposibles, pero no parecía importarte. Pediste una habitación como quien pide desganado un par de cervezas a un camarero apático y, una vez obtuviste la llave, me empujaste hacia el ascensor que nos conduciría a la habitación. Mientras subíamos hasta la sexta planta escuché tu respiración entrecortada, y apenas unos segundos más tarde tenía tu aliento que apestaba a tinto de verano de garrafón calentando mi cuello con besos torpes y apretados. Cuando se abrió la puerta me arrancaste las bragas dejándome las piernas marcadas, pero ya nada te importaba, ni siquiera yo.

Casi a patadas abriste la puerta mientras me tenías fuertemente agarrada de la muñeca, y me tiraste al suelo de un empujón. No me diste tiempo de llegar a la cama, intenté arrastrarme en vano hacia ella mientras tú me agarrabas de los pies pidiéndome que me estuviera quieta y que me dejara puestos los tacones. El vestido azul de tirantes que llevaba lo desgarraste en varias partes y me inmovilizaste contra el suelo mientras me tapabas la boca con las manos. En cierto momento quise gritar, pero tus dedos me atenazaban con demasiada fuerza. Escuché el sonido de tu cinturón desabrochándose y en ese momento noté cómo la náusea ascendía por mi garganta.

Sentí que en ese momento, al fin, yo había tocado fondo. Qué decir, estaba contigo en aquel hotel tumbada boca arriba mientras tú te disponías a violarme y yo me moría de asco. Siempre había hecho lo mismo, pero con tipos mucho menos peligrosos, por lo que esa situación en concreto jamás se había dado en mi vida. Sólo era cuestión de tiempo y azar que me encontrase con mi némesis, un hombre dispuesto a destrozarme por fuera y por dentro sólo por sentir que yo era demasiado frágil. Porque lo era, lo era a pesar de los tacones, del perfume, del maquillaje, del estudio en el que vivía y de pagarme las facturas a base de bajarme las bragas ante los niños ricos de los barrios pudientes. Y fíjate ahora, tú, un triste pájaro sin blanca que me encontró herida en la calle y me pagó unas copas, ahora te disponías a hacer de mí lo que querías.

Pero entonces empezaste a tener convulsiones. Te levantaste precipitadamente y te arrojaste sin miramientos hacia el cuarto de baño para vomitar. Me llevé las manos a la cara en cuanto pude respirar con normalidad y noté las lágrimas resbalando por mis mejillas, el rímmel escociéndome en los ojos. Me levanté mareada, escuchando cómo te desahogabas en el lavabo, y casi ni acerté a cubrirme con una sábana mientras avanzaba a duras penas hacia ti. Vomitaste varias pastillas, llenándolo todo de un intenso olor acre. Lorazepam, cómo no.

Sin pensármelo dos veces tiré la sábana y recogí lo que quedaba de mi vestido atándomelo en torno al pecho y los muslos a modo de burdo top y minifalda. Corrí escaleras abajo y no miré atrás.

Me escapé por los pelos de tus manos, tuve suerte. Pero qué quieres que te diga, algo bueno tenía que tener el follar con pacientes psiquiátricos.


21.8.13

Surcos



Se sucedían las noches de verano,
el mundo desaparecía
y al final sólo quedabas tú.





14.8.13

Amante de luna menguante

Adoro el momento justo, el instante breve, en que la brisa es aún demasiado leve para arrastrar desde el alféizar de la ventana los gemidos acumulados que arranco de tus labios, secos y exhaustos de tanto caminar por el desierto de mi piel...

Y despierto. Abro los ojos. Sólo ha sido un sueño.

En la soledad de mi cuarto el aire se densifica entre suspiros mientras permanezco callada y a oscuras, a la espera de alguien que sé que no va a venir. En un segundo cierro los ojos y me permito contestar, con buena dosis de imaginación, al interrogante que supone para mí cómo será que desaparezca tu sonrisa suave entre mis piernas.

Qué culpa podemos tener los pobres mortales como nosotros de caer en la más dulce de las tentaciones y abrazarnos a ella por unas horas, como si la eternidad fuera más una realidad palpable que un ardiente deseo.

Amarás a todas las cosas, dice el nuevo mandamiento, como si tuviéramos tiempo siquiera de plantearlo en nuestras cortas vidas. ¿Cómo se ama lo que se desconoce? Declaremos la guerra del sexo y así hagamos el amor contra todos, y que en lugar de un reguero de sangre queden las almohadas empapadas en sudor. Convirtamos al otro en enemigo íntimo. Marchemos por el mundo sedientos, siendo conscientes de que buscamos un manantial que jamás podremos encontrar, consumiéndonos en la ilusión de la rauda curación del deseo insatisfecho.

Y ahora qué si me apetece quererte, tanto como navegar por tu cuerpo. Déjalo en el hoy, las mañanas tienden a desvirtuar las cosas que la noche guarda. Y no quedarán huellas en tus mejillas de mis dedos, no brillará la marca de mis besos en tus labios, pero allí estará todo, indeleble a pesar del paso del tiempo.

A los seres efímeros siempre nos queda el consuelo de que todo permanece, incluso los amantes que menguamos en las noches de verano y que luego desaparecen, a veces para no volver.

Qué pasará conmigo en unos años, cómo me golpeará la vida y qué forma tendrán mis cicatrices. Sólo es cuestión de añadir más a la colección, tras la vertiginosa carrera que comenzó cuando empecé a respirar el tóxico oxígeno que se llevará todas mis fuerzas consigo, una vez que cierre los ojos para siempre.

La magnificencia de la vida reducida a polvo. Ríete, mañana podrías estar muerto.

Entonces olvídate de todo y entrégate a mí sin reservas. Hoy me apetece quererte. Quizá no mañana, tal vez hasta te odie, pero tranquilo. Si te he amado un sólo día siempre será más fácil que te vuelva a querer cualquier otro.

Ven conmigo y aúllale a la luna cogido de mi mano cuando crezca y cuando mengüe. Los únicos momentos en que se forma una cuna brillante en el cielo para mecer la fragilidad de nuestros sueños.

27.7.13

La esfinge (VI). Final.

Cinco años después, me pareció ver a la esfinge en una cafetería.

Iba paseando junto a mi esposa por los jardines del este de la ciudad, cuando sus ojos se cruzaron con los míos a través del cristal del establecimiento. Fue sólo un relámpago, una impresión, y al girarme ansioso para volver a encontrarlos ya no estaban allí. En su lugar vi a una joven de cabellos dorados que se levantaba de su mesa y se dirigía hacia la barra.

Me puse tan nervioso, que acompañé a mi mujer hasta el portal de nuestro edificio para luego marcharme inventándome una torpe excusa. Instantes después echaba a correr hacia la cafetería de nuevo, esperando encontrarla.

Al llegar había desaparecido. No sabía si había sido ella de verdad o tan sólo se trataba de un espejismo provocado por mi ferviente deseo de verla. Cuando estaba a punto de marcharme, sumido en la desesperación más absoluta, el camarero me llamó y me dijo, extendiéndome una nota, que habían dejado algo para mí. Sin darle las gracias siquiera, abrí como pude el trocito de papel garabateado y leí:

Me alegra que estés bien, como siempre. Tienes una barba preciosa esta temporada, no cometas la estupidez de afeitártela. Ella es muy guapa, cuídala pero sin someterte, las mujeres podemos llegar a ser muy caprichosas. Cuídate mucho. 
La huella roja de sus labios, en un beso, ponía punto y final a la caligrafía.

Meses después, me encontraba escuchando la radio y sonó aquella canción que tanto me recordaba a la esfinge, aunque jamás le confesase a ella ésto. Cuando terminó, aún con el corazón sobrecogido, el locutor comentó que estaba dedicada por una mujer anónima que había llamado, a su amante de los sesenta. Así me llamaba ella cuando se ponía más cariñosa de lo debido con tres copas de bourbon encima. Sentí una punzada en el pecho y me levanté entre temblores para mirar por la ventana, por si era una señal de su parte para indicarme que estaba cerca. Sobre decir que no la vi aparecer en ningún momento.

Una noche tuve un sueño. Soñé que ella, con su habitual e imperiosa necesidad desganada, me arrastraba hacia uno de sus oscuros lechos de hierba callejeros, pero esta vez me dejaba desnudarla por completo. Al contrario que en otras ocasiones, no se quedaba seria al terminar, sino que continuaba abrazada a mí, conversando; y, de pronto, yo comentaba algo y ella irrumpía en sonoras carcajadas que iluminaban aquel rincón de penumbra al que me había reducido minutos antes. Quizá fuera mi manera de despedirla después de todo lo que habíamos vivido, varios instantes esparcidos con desorden durante años.

No volví a verla jamás después de nuestro breve aleteo de miradas en la cafetería. Guardé su nota como el más preciado de los tesoros. Mi mujer siempre insistía en que me quitase la barba, pero no cedí ni una sola vez ante su petición porque era lo último que me quedaba de mi esfinge, el secreto entre los dos.

A veces me despierto en la oscuridad, buscándola. Veo nítidamente sus ojos fijos atravesándome desde el techo, entre seductores y maliciosos. Y en mi imaginación, surge a partir de esta breve ensoñación la esfinge en toda su magnificencia. Casi puedo alargar la mano y sentir el tacto de su suave piel entre mis dedos. 

En ocasiones me lamento. Hay secretos que, sencillamente, no están disponibles para nosotros los mortales. 

Por qué me atrevería a querer conocer lo que había tras los ojos de mi esfinge. 

Una esfinge capaz, con una mirada, de reducir a cenizas al mismísimo Edipo.

18.7.13

La esfinge (V). Confesión de una noche de verano.

Empezó a sonar esa canción que siempre me recordaba a ti y que, para mí, era tu canción.

Me traía recuerdos de un aire más húmedo, más frío. De noches extrañas que cada vez se hacían más y más familiares; las cogía entre las manos sorprendida, preguntándome cómo podía haber pasado todo aquello.

Quizá yo para ti era una desconocida a la que conocías muy bien; tú para mí eras un extranjero. Sin embargo, la vida es maravillosa en sus coherencias inconexas: una cama, en medio de la nada, puede ser la tierra que comparten dos apátridas; sábanas por bandera, gemidos entremezclados como himno.

Y ahora... me daba miedo enamorarme de ti. Empezaba a pensar demasiado en nosotros, aunque para mí demasiado fueran sólo dos veces al día. Mi mente me traicionaba con pequeños relámpagos de recuerdos en el momento más inoportuno. Sentía pequeñas punzadas cada vez que relacionaba alguna estupidez cotidiana contigo. Todo parecía indicar que estaba empezando a incubar la peor de todas las enfermedades.

No podía ser, lo nuestro no podía ser. Por qué tenías que aparecer y joderlo todo. Me sabía libre amando a los gatos callejeros, a los gorriones del parque, a las nubes del cielo. Por qué tenías que aparecer y reclamar para ti mis sentimientos... mis sentimientos. Acaso compartir la cama un par de veces te hacía más merecedor... ¿qué pasaba con mis otros amantes? Con el oficinista del centro, por ejemplo, con su aire desdichado y su tono quejumbroso al que sólo con mi sonrisa se le encendían las mejillas. O con el estudiante eternamente repetidor que siempre me pagaba las copas a cambio de unos pocos besos furtivos en cada esquina oscura de la calle. O con el poeta con el que me encontraba cada dos semanas para un revolcón rápido en un hotel y que me dejaba siempre un soneto por la mañana al despertar encima de la mesilla de noche. Los quería a todos y cada uno, maravillosamente diferentes, egoístas en cuanto a mí en cierto modo, pero sabiendo que no debían pedirme más. Yo me compartía por unas horas, contrabando de cariño y afecto durante un rato y después cada uno a su casa sin el corazón roto, sin un amor para llenar durante días los pensamientos, para luego quebrarse ante el más mínimo suspiro de decepción. Por qué querías arrebatarme todo aquello, mi pequeño remanso de paz. Qué pasaba con ellos, y qué pasaba conmigo. Y, joder, qué pasaba contigo, hasta dónde llegaba tu interés por tenerme sólo para ti.

Mañana se te habrá pasado, me prometía. Pero no se me pasaba y seguía pensando dos malditas veces al día en ti, puede que hasta algunas más, y ¿qué iba a hacer yo ahora? Me inventé un amor lejano al que dirigir mis plegarias sólo para que te dieras cuenta de que jamás iríamos de la mano a cenar a un restaurante. No lo podía permitir.

Y mientras me negaba con todas mis fuerzas a quererte, esa canción seguía sonando y me traía tu aroma impregnado en cada acorde, el tacto de tu piel, hasta el sabor de tus labios. Por qué tú y no otro; o, mejor, por qué tú y no ninguno. Jamás había odiado a alguien así.


Sin embargo no era mujer de las que se rinden fácilmente, de forma que ideé un plan para olvidarte.

16.7.13

La esfinge (IV). Dos sombras.

La vi sentada frente al muelle, con la mirada perdida. A veces sobre sus ojos caía un leve velo oscuro casi imperceptible, como ahora, que transformaba su mirada cálida y alegre en un lago helado. Caminé hacia ella y apenas se inmutó cuando me senté a su lado.

Cuando estaba callada, absorta en sus pensamientos, se me hacía difícil empezar a hablar porque me daba la sensación de que, si decía algo, estropearía aquel momento de concentración absoluto en el que se encontraba; y, tal vez, quién sabe, la humanidad perdería para siempre la única solución a este mundo, encerrada en aquella mente que apenas empezaba a desentrañar.

Su mente. Ejercía un efecto sobre mí que se dividía entre el miedo y la fascinación. Como seguía sin saber qué decir, me llevé la mano al bolsillo izquierdo del pantalón y extraje un cigarrillo de la caja que guardaba en él. Lo encendí rápidamente, no sin cierta ansiedad producida por la cercana presencia de ella; pero cuando iba a llevármelo a los labios, su mano se alzó y, con un grácil movimiento, me lo quitó de entre los dedos para darle una calada profunda, sin dejar de mirar al vacío. No teníamos la confianza suficiente para que ella hiciera aquello dado lo poco que nos habíamos visto en realidad, pero parecía ser consciente de su poder sobre mí.

Al exhalar la última voluta de humo, respiró hondo y con una voz suave me preguntó:

—¿Cómo estás?

Siempre preguntaba lo mismo, como si quisiera hacer la radiografía de un paciente nada más entrar en la consulta o comenzar un interrogatorio policíaco con una pregunta aparentemente tan insignificante... para confiarte.

—Ahora que estás aquí, bien.

—Llevo aquí sentada cuatro horas, yo ya estaba aquí. Eres tú el que está aquí de pronto, si es que acaso eso te hace sentir bien.

Así era la esfinge, te respondía una obviedad cuando decías algo que te acercase mínimamente a ella para que te dieras cuenta de cuán estúpidas eran tus palabras. No le hacía falta insultar a nadie porque dejaba a cualquiera clavado en la pared con frases impregnadas de una presunta inocencia que te corroía las entrañas. Y todo eso, a pesar de que me quitaba el cigarrillo de las manos igual que se enganchaba a mi copa para no soltarla en las ocasiones en las que me había arrastrado a un bar, luego me preguntaba cariñosamente que cómo estaba para después confundirme con una gélida respuesta.

—Cómo vas a estar bien, imbécil —prosiguió— si has terminado en el psicólogo por mi culpa.

Me quedé petrificado. No había comentado aquello con nadie.

—Ahora me vas a preguntar que cómo lo sé —continuó sin dejar lugar a réplica— y yo te contestaré que conozco la forma de autoanalizarse y analizar a los demás que tiene un paciente de terapia.

Y entonces, por fin, me miró. Tenía los ojos brillantes, como sólo los puede tener alguien que tiene mucho que llorar y que no sabe cómo hacerlo.

Sin mediar palabra se abalanzó sobre mí y comenzó a besarme. Percibí el regusto de alcohol que deja el vino en la boca, y entonces me di cuenta de que era natural -en ella últimamente lo era- que hubiera estado bebiendo antes de verme.

Sentí entonces cómo se enfurecía entre mis brazos, cómo sus besos se volvían cada vez más y más ansiosos, cómo sus manos empezaban a recorrerme la espalda y su calor me envolvía por completo.

—Vámonos de aquí —me dijo en un susurro, y me llevó hasta el rincón más oscuro del parque que se encontraba más cerca.

Allí me tumbó -o me empujó, no sé muy bien cómo describirlo- sobre la hojarasca seca poniéndose encima de mí. Siguió besándome apresuradamente, como si escapara de algo mientras lo hacía, al mismo tiempo que sus manos recorrían mi pecho. Su lengua, hábil como siempre, empezó a arrancarme jadeos cada vez que se enroscaba entre mis labios y entonces empecé a perder la noción del tiempo mientras mis dedos exploraban su cuerpo, bajo el vestido. Con dos zarpazos me quitó el cinturón y me bajó la cremallera de los pantalones. Cuando me quise dar cuenta ya estaba entre sus piernas, aquel lugar que de tan cálido me recordaba a las brasas de la chimenea junto a la que me dormía en mis días de infancia. Quizá por este tipo de pensamientos uno termina en el psicólogo.

Al terminar permaneció tumbada junto a mí, de nuevo con la mirada perdida; ésta vez en el firmamento.

—Me vas a dejar quemaduras de segundo grado un día de éstos —bromeé.

Ella fingió no escucharme y susurró con una voz cargada de nostalgia:

—El cielo está precioso esta noche.

—¿Te gusta mirar las estrellas?

—No, las estrellas no, la luna. Me gusta mirar la luna porque, siendo una sola, está en miles de noches de una vez. Está en la noche del matrimonio que discute a puerta cerrada. Está en la noche de la chica guapa que se arregla para salir. Está en la de los enamorados que pasean juntos de la mano a la orilla del río. La luna es en nexo que une a todos los lobos, independientemente de cómo estén y cómo se encuentren. ¿Sabes? La luna parece un espejo para que puedas ver en ella el rostro de alguien a quien echas de menos.

Ese tipo de comentarios me dejaba completamente desarmado.

—¿Cómo alguien tan cínica como tú puede decir algo que, a todas luces, es romántico?

—Las cínicas no somos más que románticas a quienes destrozaron su ilusión a base de hachazos —dijo con cierto aire condescendiente mientras se levantaba de un salto.

Entonces se sacudió la hojarasca que había quedado prendida a su falda y se marchó.






13.7.13

La esfinge (III). Desde las entrañas.

Aquella noche me fui con él, aunque deseaba irme contigo. El nudo corredizo del tiempo se puso en mi contra, bloqueó las salidas y de pronto me vi a tan sólo dos centímetros de alguien que no eras tú.



El dolor se hizo insoportable. Caminaba por las aceras recordando nuestros pasos. Abrí el armario tantas veces, y siempre me encontraba con esa chaqueta de cuero que habíamos destrozado sin querer cuando nos sujetábamos contra las paredes, en un intento de mantener nuestro precario equilibrio, mientras nos besábamos con la desesperación que sólo sale del alma de los lobos esteparios.

Ojalá hubiéramos destrozado entera aquella chaqueta y yo no conservara una reliquia tan susceptible de convertirse en el símbolo de la herida abierta que suponía tu ausencia.

Le besé en los labios y sonreí. Es sólo un juego, dije.



Un juego que me cansaba cada día más, que lejos de llenarme me dejaba más y más vacía. Aguantar los próximos días...

Sangraba. Me preguntaste una mañana que qué había sido de mí durante esos años. Me destrozaron las desgracias, se fueron sucediendo una a una en el tiempo y, para cuando terminaron conmigo, ya no sabía muy bien qué pensar.

Ellos me abandonaron. Quizá no conscientemente, o tal vez sí, o puede simplemente que yo me sintiera abandonada al sentir aquella soledad tan profunda que corroía mi ser. 

Nadie sabía quererme...

Tú no sabías quererme.




Cerré los ojos pensando que eras tú mientras mis ganas de gritar aumentaban. Dejar la mente en blanco. Tragar, mirar de frente. Sólo un premio de consolación. Quería ahogarme en esa almohada, pero suspiré y me lo seguí follando mientras procuraba no pensar en él, pero tampoco en ti. 

Entendí al fin por qué algunas personas lloran mientras hacen el amor.

7.7.13

La esfinge (II). Breve atisbo en la mente de la criminal.


Estoy inmersa en algo grande, mucho más grande que yo y ahora no me puedo detener. Si caigo en las viejas trampas de antaño tendré que empezar de cero y eso me demorará todavía más, así que continúo sin descanso.

No, no puede ser, no puedo hacer un alto en el camino y jugar a ser normal, por mucho que yo quiera y que tú quieras. Funcionaría durante un rato y luego todo sería papel mojado. Nos merecemos algo mejor.

Sin embargo, no te miento. Esto lo hago sobre todo por mí. Si empiezas a estrechar el cerco me agitaré como un animal encerrado. Me asfixio fácilmente.

Voy y vengo. No podrás evitarlo, pero sabrás que eres alguien para mí porque siempre vuelvo. Y si no, no te preocupes, tampoco te perdías tanto.


. . .

Sólo yo sé lo que he perdido dentro de mí, así que no te atrevas a juzgarme. No hagas como los demás, no intentes asirme a las normas sociales del cortejo o la amistad porque nunca me ajustaré a ellas. No encajo y además no tengo ningún interés en hacerlo.

. . .

Un verso de mi infancia rezaba quiéreme entera o no me quieras. Demasiado incompleto a la vez que conciso. Hazme anáforas, son las construcciones más lógicas dentro del vaivén caótico de la lírica. Entorpezcamos su economía, mejoremos su pragmática. Quiéreme libre, perdida, confusa, furiosa, enamorada, ambivalente, analítica, esquiva, fugaz. Quiéreme pálida, abstraída, amena, hiriente, viciosa, cansada, impertinente, locuaz. Quiéreme guerrera, cortés, amarga, obstinada, silenciosa, cansada, mordaz. Quiéreme eterna, oscura, intermitente, cálida, distraída, belicosa, procaz. Y ahora si quieres dilo, quiéreme entera o no me quieras.

. . .

Se teme a lo que se desconoce y nuestros miedos se demonizan. Quizá pueda parecer más benigna a los ojos de los demás si dejan de tener miedo, si se acercan. Sin embargo, el ser humano es absurdo y cuando ve una flor desprotegida en el campo, la coge bajo la falsa ilusión de poseerla. Ésta se marchita y muere, su naturaleza queda destruída por el deseo egoísta de tener la belleza de un álter para uno mismo. Y ante esto, mejor no mostrarse débil ante los caprichos, claro que hay que enarbolar las espinas bien altas y decir: intenta cogerme si quieres, pero sangrarás.

. . .

Pedís mujeres fuertes, pero cuando no se doblegan ante vuestra voluntad, maldecís y lo tacháis como muestra de maldad. Seguridad a cambio de libertad, pero la seguridad no existe. Hay sacrificios que no merece la pena hacer porque fallan desde la misma base. No derribéis a quien simplemente quiere volar más alto.



1.7.13

La esfinge (I). El perfil de una terrorista.


—¿Y por qué le causa tantos transtornos? —preguntó el psicólogo cruzándose de piernas— tengo entendido que no es su novia, ¿no?

— No, no lo es. Al menos no lo que uno entiende en general por novia.

— Pero, ¿ella lo quiere a usted?

— Si le digo la verdad, no lo sé.

— ¿Eso es lo que lo atormenta?

— En parte sí... y en parte no.

— ¿Entonces?

— Es que con ella uno no puede estar nunca seguro de nada.

— A ver, se ve que la chica le preocupa. Cuénteme más sobre ella.

— …

— ¿No se le ocurre nada?

— Es difícil de describir.

— Inténtelo.

— Bueno... Imagine que tiene una relación parecida a una partida de ajedrez. Cada movimiento debe estar muy medido y calculado, y el más mínimo fallo puede poner de pronto a tu rey contra las cuerdas. Eso me provoca mucha tensión. Sobre todo porque mi contrincante es algo así como un bloque de nitroglicerina; si lo agitas demasiado fuerte, te estalla en la cara.

—¿Y por qué le crea tanta inseguridad? ¿Tan exigente es?

—Peor. Hay que añadirle el hecho de que en principio crees que estás jugando al ajedrez y de pronto ¡zas!, cambian las reglas del juego y estás jugando a las damas.¿Quién no va a volverse loco así? Mire dónde he terminado, en su consulta —respiró hondo—. El otro día tuve un sueño, ¿sabe? No recuerdo nada de él apenas, sólo una cosa. Sus ojos, los de ella. Sus ojos taladrantes mirándome desde la oscuridad, acechando cada movimiento.

—¿Y qué le decían esos ojos?

—No lo sé, sólo me miraban. Me hacían sentir... desnudo. Vulnerable. ¿Conoce la historia de Edipo?

El psicólogo casi no pudo reprimir una carcajada, pero respondió:

—Me suena.

—Pues bien, ella es la esfinge. Pone a prueba a todo aquel que se cruza en su camino, desde las personas que le dirigen un puñado de palabras hasta las que le son más cercanas. A todas, constantemente.

—Eso debe de ser agotador.

—Para cualquier persona sí, pero ella no se cansa. Está analizándolo todo siempre, como si ella fuera una científica y el mundo su laboratorio de pruebas. Cuesta distinguir cuándo habla en serio y cuándo no lo hace. Además, cada vez que me mira tengo esa sensación de que sabe todo de mí y que, si quisiera, podría hacerme volar en pedazos con sólo chasquear los dedos.

—Pero usted está aquí, conmigo. Se ve que no lo ha hecho.

—No lo hace. No creo que lo haga. Pero puede, ahí está el miedo. Es esa capacidad latente la que asusta. No se puede controlar, doctor. No se puede. Es como querer agarrar a un animal salvaje y enseñarle a ser civilizado después de casi media vida en la selva. ¿Cómo le dices al mar que vaya más despacio o que tenga menos olas?

—No se puede pero... sí se puede construir un barco más fuerte.

—¿Qué quiere decir?

—Que si ella no quiere cambiar, y realmente no tiene por qué hacerlo, o se adapta o se marcha. No todo el mundo está hecho para llevarse con todo el mundo. Si me habla de una persona que cambia constantemente, tal vez esté más perdida de lo que piensa. Quizá no lo tenga todo tan medido. Y querer que sea estable... bueno, todos hemos estado perdidos alguna vez. Es algo que no se puede controlar. Pero si le causa tantos transtornos ese hecho, tal vez debería alejarse.

—Pero no quiero. No quiero hacerlo.

—Entonces tendrá que aprender a lidiar con ella de la manera que sea. Aunque me pregunto si esa personalidad inestable no hará que la suya se tambalee. Recuerde que la esfinge, hasta que llegó Edipo, se dedicaba a devorar a todo aquel que no resolvía sus acertijos. Espero que haya algo constructivo en esa relación. De otro modo, quizá se encuentre usted ante una terrorista emocional.


19.6.13

Retazos perpendiculares a la tristeza


Aquel día se levantó tan frío como ella. Frío en mitad de junio, en pleno centro del huracán de las ideas. Frío al comienzo y al final de la jornada, frío en las entrañas, en el corazón, en la mirada.

***

Te tenías que marchar así, sabiéndome solitaria, dejándome con tu vacío en las manos un día tan gris y repleto de nubes que amenazaban llover... tal vez para que pudiesen llorar conmigo.

***

Tengo una imagen grabada en la mente: el ocaso de esta tarde, la luz naranja de un sol extinguiéndose tras los edificios y el cielo de un gris plomizo absoluto, sólo recortado por tres enormes cipreses. Siempre que veo un ciprés me acuerdo de Delibes. Es un dato sin importancia, pero siempre te sentiste orgullosa de mí porque me gustaba leer desde pequeña.

***

Hace varios años, solía colarme en los cementerios por la noche porque era un lugar en el que estaba tranquila y me sentía en paz. Me parecía un lugar interesante, porque era como visitar una gran biblioteca de vidas humanas, de las que apenas conocía unos cuantos datos y, con suerte, un rostro impreso en fotografías. No podía evitar sentir congoja ante las lápidas que sólo tenían un nombre y una fecha, o sólo una fecha; así como los nichos de niños. Cuando encontraba a alguien que había muerto con mi misma edad, me sentía impresionada; y cuando encontraba a alguien algo más joven que yo, no podía evitar pensar que tenía suerte de haber sobrevivido un año más que aquel niño que intuía tras el bloque de cemento.

***

Hablando de cementerios, el de hoy me resultó muy bonito. Fue reconfortante ver que estaba lleno de flores frescas, no sólo porque con su color parecían restar -en parte- importancia al por qué estaba yo allí, sino porque cada flor era una clara demostración de afecto. Por un momento el cementerio no se me antojó triste, sino un lugar hermoso, lleno de amor. Es bonito ver que cuando la gente escribe “no te olvidamos” lo sigue cumpliendo año tras año, a pesar de que hubiera restos muy antiguos.

***

En esa época en que visitaba el cementerio me gustaba poner flores a los desconocidos que parecían abandonados, ya fuera porque no las tuvieran, por ser enterramientos demasiado viejos como para que alguien les recordase, o porque no tenían inscripciones cariñosas en su placa de ninguna clase. Me gustaba hacerlo porque era como decir: no sé quién eres, pero ya que nadie te recuerda, voy a hacerlo yo. Y repetía mentalmente el nombre de la persona tres veces en forma de pequeño homenaje y, cuando podía, les dejaba una flor con un beso entre sus pétalos. Es otra manera de seguir siendo inmortal.

***

Sólo hay un momento en el que envidio de todo corazón a los cristianos, y es en la misa exequial. Me gustaría creer que efectivamente hay un dios, que hay una gloria y que después de esta vida hay algo más. Pero eso tampoco debería evitar que creyese en el Ratón Pérez o similar y no estoy para creer en más cuentos. Me cabrea de sobremanera que, cuando alguien muere, se diga que está en un lugar mejor, como si fuera posible estar mejor que con la gente que te quiere. Además, qué narices, si yo me fuera a un lugar mejor, al menos tendría el detalle de traeros unos tequila sunrise.

***

Ahora tú y yo nos parecemos y nos diferenciamos más que nunca. Has llegado a tu lugar de destino, como tantas veces hago yo cuando cambio de ciudad. Sin embargo, tu estación es permanente, las mías seguirán cambiando hasta que también llegue a mi destino definitivo. Ya que las dos viajamos solas, me imagino que no te importará que te lleve como compañera de camino.



Te echaré de menos, abuela.


12.6.13

Llavero


Llaves maestras, llaves inglesas, llaves magnéticas.

Probablemente, como dice la canción, una de las preguntas que más nos autodirigimos los desastres manifiestos es ¿dónde están las llaves?

Existen llaves que guardan los secretos más íntimos de una persona dentro de un diario. Hay llaves que abren cajones llenos de documentos vitales. Otras llaves, en cambio, sirven para encerrar un montón de cachivaches polvorientos en un trastero a la espera de que nadie los encuentre.

Existen llaves para mantener las bicicletas a salvo de posibles ladrones. Hay llaves que guardan celosas la correspondencia que llega al buzón. Otras llaves, en cambio, sirven para esconder tesoros en baúles y arcones con el paso de los años.

Después están las otras llaves, las metafóricas. Las llaves que nos conducirán a un ascenso laboral. Las llaves de la persistencia que con tesón abren cualquier puerta. Las llaves capaces de abrir un corazón frío y solitario.


Y finalmente, hay llaves tan metafóricas como tangibles, que abren tanto la puerta de una casa como la puerta hacia una nueva vida.







5.6.13

Doble o nada

En los últimos cinco años de mi vida he repartido mi tiempo entre estaciones, como todos los demás, sólo que las mías además tienen raíles y un camino apenas perturbable.

Desde los primeros días en el inicio de ese lustro, entonces bañados por la nostálgica luz otoñal y el frío glaciar que se desprende de las paredes grises de una residencia de estudiantes, empecé a ser consciente de la catástrofe que se cernía sobre mi futuro: la tragedia del alma dividida.

Así, viví todos esos años a caballo entre dos ciudades. Ni aquí, ni allí. Tener dos casas era como no tener ninguna. Conocí a los viajeros habituales que compartían conmigo el trayecto entre estaciones de tren mejor que a muchos de mis amigos; me cargué con pesadas maletas deseando, con todas mis fuerzas, que cada una de ellas consiguiera llenar bajo su peso, a veces muy similar al mío, el vacío que siempre sentía al irme de cada lugar; casi podía llamar padre al revisor o decirle sin mostrarle el billete ya sabes, lo de siempre, y él asentiría y se marcharía con la confianza que sólo puede darle una nómada habitual. Quiero decir que conocí a muchos desconocidos y desconocí a los que me eran conocidos, incluso a los muy familiares. Y este giro de ciento ochenta grados en mi vida consiguió que lo que antes había sido mi suelo se convirtiera en aire, y a la inversa. 

Tuve miedo. Comencé a sentir mi corazón dividido, consciente de que siempre dejaba algo que amaba tras de mí constantemente. Los errantes siempre sabemos que nos falta algo, pero es una realidad mucho más palpable cuando lo que te falta es alguien al otro lado de la cama, un botella de licor junto al escritorio que compartir junto a un amigo, o una palabra familiar que te despierte por la mañana.

Y caes en la cuenta cada día de tu carencia y, contra todo pronóstico, cuando crees que no puedes más y te vas a echar a llorar en mitad de la noche por la insatisfacción recurrente que deja en ti huella tras cinco años de desconsuelo, de pronto te haces fuerte y sonríes.

Tu soledad se transforma en amiga y en coraza, te aferras al cambio como única realidad permanente y los fantasmas se desvanecen porque, sencillamente, ya los has dejado muy atrás. No puedes abrazar a los fantasmas ni ellos pueden abrazarte, porque hace mucho que dejaron el mundo, el tuyo, el único que importa.


Un corazón roto por la mitad es el compañero que necesitas para amar realidades diferentes. Gritarle sólo por no estar recompuesto, ni por tener siquiera la capacidad de recomponerse... sería inútil. Así que dejas de gritar, te escuchas en silencio y aceptas que el cerebro se divide en dos hemisferios, el corazón en aurículas y ventrículos, y tus pasos entre dos ciudades. Y dejando de luchar por aunarlo siempre todo, por tener siempre una respuesta clara, respetas tu doble naturaleza y, tras cinco años luchando contra ti misma, te das un respiro sonriéndote al espejo: éstas ruinas soy yo.