27.4.13

El Principito



C'est le temps que tu a perdu pour ta rose qui fait ta rose si importante.
Le petit prince



Solía llevar un paraguas de colores imposibles cuando el día se cuajaba de nubes y amenazaba con llover. Decía que así desgarraba la inmensa tristeza que hay en un cielo gris.

En cierto modo tenía razón. Me hubiera gustado decirle que realmente no le hacía falta ese paraguas, que con sonreír le hubiera bastado para alegrar hasta la habitación más oscura. Nunca se lo dije. Nunca le dije cuánto le admiraba. Cuánto despertaba mis ganas de protegerlo siempre.

Las personas buenas tienen una belleza especial. Consiguen que te olvides de todo lo que te rodea.

Si observas detenidamente la mirada de alguien, puedes llegar a intuir al niño que fue. Hay expresiones de curiosidad, de fragilidad, que a una persona no se le borran jamás a pesar de los años transcurridos.

Quizá era eso lo que despertaba mi atención cuando le miraba. Veía a un niño perdido ansioso por vivir aventuras, por explorar, por demostrar que se puede llegar a la Luna a base de voluntad, de trazar espirales en el cielo con las manos. Y yo no podía evitar ser Wendy cuando estaba con él, acogerlo entre mis brazos y contarle cuentos por la noche.

Los amantes juegan entre ellos porque, de algún modo, vuelven a ser como niños. No hay miedo al qué dirá, al qué pensará, a qué esperará de mí. Juegan y punto, confieren valor a cada momento que viven, haciendo que el presente sea efectivamente el único regalo al que aferrarse. El pasado y el futuro son dos mentirosos compulsivos.

¿Conoces esa sensación de caminar junto a alguien y saber que, pase lo que pase, nada malo ocurrirá?

Era como caminar junto al Principito. Eso me dejaba a mí el personaje del piloto, con su maldita realidad desabrida y sin color. Hasta que llegaba él con su aire despistado para romperme los esquemas.

Un día le dije mi impresión, que él era como el Principito y que a mí me tocaba ser el piloto, tener los pies tristemente situados en la tierra.

—Te equivocas —me dijo— tú eres como el zorro. Te sientas lejos de los demás para que no puedan dañarte, pero cuando estás en silencio puede escucharse cómo pides a gritos que alguien cree lazos contigo. Caminas con cuidado, advirtiendo sin palabras de que un movimiento rápido e irreflexivo por parte de quien quiera acercarse a ti puede resultar fatal, haciendo que te pierda para siempre. Por eso eres tan especial. Eres como el zorro. Él sabe que lo esencial es invisible a los ojos. Conoce bien la importancia de crear lazos indestructibles, superponiendo eso a todo lo demás. Y sabe lo que es invertir tiempo en alguien, sabe que es el tiempo lo que hace que una rosa no sea idéntica a todas las demás. Sin duda, tú eres como el zorro.

No supe qué decir. Sólo apreté los labios intentando contener la emoción.

Él me tomó de la mano.

—Tenemos el mismo defecto —comentó de pronto— nos desvivimos por proteger a personas mucho menos frágiles que nosotros. Por eso terminamos llenos de cicatrices. Pero tampoco podemos evitarlo.

Contemplamos las estrellas hasta que amaneció. El pelo se nos llenó de escarcha, haciendo que brillase levemente con los primeros rayos de sol.

Poco después, él regresó a su asteroide B612.

Nunca nos besamos. Nunca hicimos el amor.
Fue una de las personas que más he querido en mi vida.


25.4.13

Encuentros en la segunda fase


Jorge es tranquilo, simpático y tiene una conversación que, sin resultar excesivamente interesante, no hace que caiga en el tedio más absoluto. Eso permite que no me importe caminar a su lado aunque el frío del invierno empiece a arreciar.

No es remarcadamente guapo, aunque sí especialmente bajito. Tanto es así que, cuando me invita a comer en un restaurante, me detengo en la elección de mis zapatos. Aunque elija unas zapatillas completamente planas, voy a seguir sacándole tres o cuatro centímetros como mínimo. Y eso que yo no soy especialmente alta. Por un lado, pienso que si le importara nuestra diferencia de altura sería algo completamente estúpido, ilógico y absurdo, pero algo me dice que le gustará no tener que coger un taburete para auparse cada vez que me dirija la palabra, así que descarto los tacones y me calzo unas zapatillas sin cuña. Al fin y al cabo, no podré decidir voluntariamente que le gusten o le molesten otras cosas, y este no deja de ser un detalle sin importancia. Además, me va a invitar a comer, qué mínimo que hacer que no tenga tortícolis después de nuestro encuentro. Es una cuestión práctica sobre todo.

La conversación empieza de forma agradable una vez estamos sentados a la mesa, y él pide un buen vino para acompañar la comida, cosa que hace que momentáneamente me relaje. Hablamos de detalles sin importancia, aunque estoy intentando buscar un tema de conversación común. No tardo en sacarle el de la literatura que, dado mi trabajo como editora, es mi vida.

Me gusta leer. Yo leo todos los días.

¿Ah, sí? pregunto esperanzada mientras cruzo los dedos por debajo de la mesa para que no me diga que lee la saga Millenium o que El código Da Vinci le parece el súmmun de la literatura contemporánea.

Sí, siempre leo la Biblia, todos los días antes de acostarme.

(Sonido de aguja de fonógrafo rápidamente retirada de un vinilo)

Sorbo de vino por mi parte.

No estoy segura, pero creo... creo que hubiera preferido lo otro. Sí. Es como si alguien te confiesa que lee el Mein Kampf todos los días en lugar de sólo para su tesis “El Mein Kampf abordado desde una perspectiva psicológica y social” en la que concluyes que, efectivamente, Hitler estaba loco y más vale que Freud lo hubiera pillado a tiempo y lo hubiera puesto de farlopa hasta el culo. Y hay quien pensará que relacionar ambos libros es una burrada, que no es lo mismo, pero ¿qué conclusiones se pueden extraer de un libro lleno de genocidio, apología de la muerte, violencia y guerra? Y no me valen los que se quedan sólo con la segunda parte, que el libro está conformado así por algo. Además, San Pablo era un cabrón, las epístolas que escribe son del todo inexcusables. Leedlas si no me creéis.

Dándome cuenta de que mi silencio se está prolongando más de lo debido, intento quitar hierro al asunto:

Ah, pero... ¿eres creyente?

Sí, pero no católico.

¿Entonces?

Soy creyente sin más. Leo la Biblia, es un libro cargado de razón, que no pasa de moda aunque pase el tiempo. Jesús es la fuente de fe verdadera.

Creo que hubiera preferido que fuera Testigo de Jehová.

Sorbo de vino por mi parte.

¿Entonces piensas que el mundo tiene seis mil años de antigüedad, que un señor barbudo hizo el mundo en seis días, para luego convertirse en paloma, tirarse a su madre, para que dos mil años después todavía nos acordemos de él? No le pregunto nada de eso. En lugar de atacar directamente sus ¿creencias? intento encauzar la conversación por el lado racional. Al fin y al cabo es arquitecto, ha tenido que dar Física a punta pala en la carrera.

Entonces... ¿tú crees que lo que dice la Biblia es la fe verdadera?

Asiente.

¿Y te das cuenta de que si hubieras nacido en cualquier otro país, pongamos la India, ahora probablemente serías hindú y defenderías también a capa y espada que ésa, y no otra, es la fe verdadera?

Claro que no.

¿Claro que no?

Sería lector de la Biblia igualmente. Terminaría llegando de todos modos a la fe verdadera.

Sorbo de vino por mi parte.

Uh, uh. Esto es más peligroso. Se me enciende la alarma de “pirado a las doce”. Intento expresar lo mismo con otras palabras.

¿Entonces no crees que la religión es, más que una verdad dogmática, absoluta e inamovible, un tipo de doctrina eminentemente cultural, como cualquier otra de carácter no religioso?

No. Dios me ha elegido.

Sorbo de vino por mi parte.

Ah... entonces, si yo soy atea, es porque no me ha elegido a mí, ¿no?

(Breve mueca de decepción por su parte al escuchar de mi boca esas palabras)

Exacto.

¿Y hay que ser de alguna forma en especial para que dios me elija?

Sólo él lo sabe. Nosotros para él no somos más que gusanos, no más importantes que una piedra. Pero a veces, a unos pocos, nos elige.

Se me ha acabado el vino. Mierda. ¿Quedaría demasiado brusco coger la botella como en un saloon del lejano oeste y llenármela hasta el borde? Qué forma de arruinar un buen vino. Me limpio con la servilleta de tela que tengo sobre las rodillas y la dejo encima de la mesa.

Llegados a este punto de la conversación estoy tentada de preguntarle cómo sabe que dios le ha elegido a él, si habla con él y, lo que es más importante, si él le responde, pero pudiera ser tachada de descortés por mi interlocutor y no hay que olvidar que yo sigo atrapada en un restaurante con él.

Evito el tema de religión y empiezo a hablar de cosas para que diga palabras que lo hagan parecer momentáneamente más normal.

A pesar de mi falta de fe y de su biblieísmo fanático, no parece que sea un obstáculo insalvable para dejar de cortejarme, eso sí, a la antigua usanza. De modo que cuando terminamos de comer, alabar el color de mi pelo y decir que se alegra de que sea una chica dulce con la que se puede hablar, me compra un ramo de flores a pesar de mis quejas para que no lo haga. Me pregunto qué espera de mí cuando hace esas cosas.

Me pide que nos veamos al día siguiente y como tengo interés en averiguar si los gnomos de jardín le responden cuando les habla, acepto la oferta.

El segundo día es más peliagudo.

En cierto momento ensalza mi forma de vestir:

-Me gusta la ropa que llevas. No vas vestida como esas tías que van de zorronas por la calle con minifalda y botas de puta.

Mis ojos se abren como platos y trago saliva para hacer más llevaderas sus palabras. Ya sabía yo que a falta de vino tendría que haberme traído una petaca.

¿No crees que las mujeres deben ser libres de vestirse como quieran?

Como quieran sí, pero dentro de unos límites.

O sea, con libertad, pero sin pasarse, ¿no?

Claro.

Ignoro lo horrible que suena esa respuesta.

¿Si yo me vistiera con minifalda y escote, sería menos interesante?

Perderías muchos puntos.

Cómo no. Imagino que la misoginia es una parte fundamental de leer la Biblia cada noche, si no, con qué estomago lo haces, teniendo en cuenta que te la tomas en serio. Puedo soportar a un esquizofrénico con los ojos cerrados, pero a un misógino me cuesta más.

Noto que le molestan mis réplicas. Estoy empezando a ser agresiva con mi discurso, arrinconando sus argumentos a base de lógica aplastante y él sólo rebate mis argumentos repitiéndome los suyos.

Cuando me monto en su coche para que me lleve a casa, la situación es más tensa. Él intenta relajarla con preguntas poco comprometidas, en principio:

¿Entonces no sueles salir mucho?

No respondo mis amigas viven lejos y eso hace que no salga tan a menudo como quiero. Si hubiera más bares interesantes, no me importaría ir sola.

Una mujer, ¿sola en un bar? Menuda imagen darías. Mejor ve con una amiga.

¿Y por qué necesito una carabina, si lo que quiero es tomarme una cerveza sola en un bar, sin que nadie me moleste? ¿No soy libre de hacerlo?

Puedes hacerlo, pero entonces no te quejes si los hombres empiezan a querer algo contigo. Sería natural. Eso es lo que hacen las mujeres solas en los bares, buscar la compañía de un hombre.

A estas alturas empiezo a plantearme si sería buena idea tirarme del coche en marcha con tal de no escuchar esa sarta de estupideces. Ahogarlo sería otra opción, pero va conduciendo y si nos estrellamos no me gustaría implicar a más gente en un accidente.

Cuando bajo del coche le digo que nada, que un placer la velada y que ya le llamaré “si eso”, siempre y cuando “si eso” sea que de camino a mi casa me cojan una banda de psiquiatras escapados de un manicomio de principios de siglo XX y me practiquen una lobotomía. Esto último no se lo menciono.

A pesar de estar tentada a quedar con él una vez más, aparecer maquillada como una puerta y vestida como la más vulgar de las prostitutas, decido no perder más mi tiempo con él. Aunque me encantaría ver qué cara pone si le suelto algo así como: “oye, cariño, ¿sabías que no llevo bragas?”.

Tal vez lo haga algún día.

Por teléfono.

Y así poder decir que me he equivocado de número, que le estaba devolviendo la llamada a un cliente de la línea erótica para la que trabajo.

Joder, al final me he quedado con la duda de si llevarlo a la planta de salud mental más cercana. Desde luego recibir unas clases de ética no le vendría mal.

Lo malo de jugar conmigo a Sir Lancelot es que yo no doy el perfil de Lady Ginebra. Soy más bien una cierrabares adicta a la cerveza, el vodka y el tequila. Y claro, así no hay quien se concentre para leer la Biblia. Me pregunto en qué parte pone eso de que las mujeres no podemos ir solas a los bares. Probablemente en el Apocalipsis.

Es que este San Juan siempre está en todo.

Lo malo de no ser superficial es que puedes correr el peligro de ahondar demasiado. Si era así en la segunda cita, madre mía. Tal vez en la quinta me hubiera exigido que vistiera burka y me sentara con las piernas cerradas.

Resulta que debería haber llevado unos tacones de aguja. Quien ha terminado con agujetas, pero mentales, he sido yo. Parece que sí, que plantearme la cuestión de la altura era algo completamente estúpido, ilógico y absurdo.



24.4.13

Retórica


Por fin comprendía lo que la vida quería hacer conmigo. La lección que llevaba rehuyendo tantos años. Aquella contra la que me habían prevenido y escondido para no tener que encontrar al final del camino lo que más me aterraba: el reflejo de mis ojos, mirándome.

Iba a sufrir. Iba a sufrir más. No había sido suficiente romperme todos los huesos a los once años, saltar desde un tercer piso hacia el vacío a los quince, enfrentarme a mis demonios a los dieciocho y descubrir la maldad y el abandono en mí a los veintiuno. Todo mi dolor no había sido suficiente.

El precio por estar viva era demasiado alto, ¿cómo sabes que merece la pena seguir respirando?





23.4.13

Peligrosos juegos de rol


Mi relación con el tabaco era -es- eminentemente destructiva y tú lo sabías. Por eso te empeñabas en quitarme continuamente los cigarrillos y me sonreías sin pudor cuando te mentía diciéndote que había dejado de fumar.

Qué hipócrita eras.

En cambio, nunca me quitaste de las manos ningún vaso de vodka a pesar de que lo utilizaba por el mismo motivo. En parte, porque sabías que, de hacerlo, me pondría tan histérica como un cachorro abandonado al que, además, le quitan el único juguete que le ofrece algo de consuelo en su desdicha; en parte, porque sabías que sólo después de cinco chupitos era capaz de acostarme contigo sin torcer el gesto.

Qué hipócritas eras.

Jamás te negaste a arrancarme la ropa aunque sabías que yo sólo quería follar, sin mirarte a los ojos ni una sola vez, para poder pensar tranquila en otro a quien sí amaba, algo que jamás podría decir de ti, y así usar tu cuerpo como catalizador para reencontrarme con él.

Qué hipócrita eras.

No sólo no disminuía tu culpa, sino que no dejaba de acusarte de aquello en lo que me habías convertido. Una zorra mentirosa, una zorra mentirosa más, como cualquiera de las putas con las que te acostabas antes de conocerme.

Pasó ese tiempo en el que no podía dejar de ducharme tres veces diarias para no sentirme sucia, aunque sólo fuera por unos instantes.

Desde entonces, apenas he sabido mentir aunque sea inevitable que lo haga, teniendo en cuenta el ambiente hostil en el que tengo que desenvolverme día a día.

Siendo sincera, sólo miento para sobrevivir. Cuando lo hago, acostumbro a prometerme en silencio fumarme un cigarrillo después.

¿Sabías que un cigarrillo equivale a un minuto menos de vida?

El álgebra es, al igual que las palabras, mi especialidad. Nací siendo un híbrido entre calculadora y diccionario, lo que hizo sencillo crear mi acepción matemática de autocastigo: Un cigarrillo; una mentira más, un minuto menos.

No te engañes, la vida sólo merece la pena cuando la vives de verdad.

Y hablando de vicios, juegos y adicciones, déjame descubrirte una pequeña obviedad. Lo único que no mata en esta vida es la muerte. 

Fumar mata. Respirar, también.

Ahora, lo único que me consuela es saber que te traiciono, que te voy arrebatando el rol para el que naciste. Que te despojo de tu naturaleza aunque sea a costa de pervertir la mía.

Así, yo te rebajo a la categoría de simple mentiroso, el triste y nada original papel que me habías concedido, mientras yo me vuelvo, a cada mentira, un poco más artificiosa, más como tú, más hipócrita en definitiva.





13.4.13

Diario de una sapiosexual (II). Por qué los machos alfas para nosotras son analfas.



Este post está inspirado en una consulta que me hicieron hace poco.
¿Qué atrae a una sapiosexual?
Si la primera parte se la dediqué a las chicas incomprendidas,
ésta se la dedico a los chicos
independientemente de su condición.


El tema de las atracciones, las hormonas y las historias varias es peligroso para todos. Se abre ante ti un mundo desconocido de posibilidades infinitas. El problema está en que cuando empiezas a conocerlo en tus tiernos años de adolescencia, hay cosas que te impresionan. Si además eres sapiosexual, te detienes a analizar una serie de comportamientos que no entiendes del todo bien, aunque comprendas la utilidad final de los mismos.

Sin pretender hacer un manual acerca de cómo atraer a una sapiosexual, ciertamente hay una serie de cosas que nunca se deberían hacer. Esto afortunadamente no lo sabe todo el mundo, por lo que es fácil para una sapio descartar a posibles candidatos que pretendan seducirla con semejantes técnicas.

A saber, los piropos. Hay que saber que los piropos los carga el diablo y es recomendable tener extremo cuidado con ellos. Algunos están muy manidos de tanto usarlos, como “guapa”. “Guapa” es el piropo por defecto. Se puede usar, claro, pero no conviene abusar porque pierde el significado rápido. Cuando llamas guapa a la chica que te gusta, pero también a tus amigas, a tu madre y a tu perra, pues como que ya no es lo mismo. Por otro lado, un error común es, en un pretendido alarde de originalidad, complicar los piropos hasta convertirlos en frases de ligoteo (también manidas), que no sé qué es peor: “Ten cuidado que se te cae el papel... el que te envuelve, bombón”, “Eres tan dulce que haces que el azúcar sepa a sal”... a nivel personal incluso llegué a sufrir ese de “Si fueras bollicao, te comía hasta la pegatina”. Cómo se te queda el cuerpo.
Un piropo debe ser sincero, sencillo y estar dicho en el momento adecuado, evitando que se transforme en una coletilla o apelativo, porque pierde su efecto. Hay que tener en cuenta que para una sapio, alabar constantemente algo que ella no ha elegido es un error. Y me refiero al aspecto físico. Si tienes una personalidad que te has currado, ¿por qué sólo comentan lo guapa que eres? Puede llegar a ser frustrante.

Hay que mantener a raya los comportamientos robóticos. Si estás en la discoteca con tus amigas y se te acerca un chico con un Ey, qué pasa guapa (El ola k ase del messenger) te está dejando claras sus intenciones, pero también lo hace con una originalidad cuestionable. Cuando ve que contigo no tiene éxito, pasa a preguntar a otra eso mismito que te acaba de decir a ti y así se mueve por esos lugares, como en un bucle. Si empiezas a observar el comportamiento del muchacho en cuestión, recuerda a esas máquinas de tu infancia a las que echas una moneda, te subes encima, te da un paseo y te bajas, hasta que llega otra persona que echa una moneda y también se sube al hacerla funcionar. Porque da igual que te subas tú o que se suba otra, entiéndase el eufemismo. El Ey qué pasa guapa es mecánico, es ese cochecito que espera deslumbrarte con sus colores y su baño en colonia de dudoso gusto, esperando que eches la moneda y te subas. Con una sapiosexual no suele funcionar esta técnica. El maromo de discoteca debe buscar a la maroma de discoteca, que por si alguien tiene dudas, es esa chica a la que preguntas ey, qué pasa guapa y te responde con un jiji. Cada oveja con su pareja, ha sido así desde tiempos inmemoriales. Los mecanismos lingüísticos de selección natural están ahí, para qué negarlo.

Otro aspecto a tener en cuenta son las técnicas aversivas. Lo que comúnmente se denomina picar a la otra persona. Utilizado con mesura, tiene gracia. Es estimulante. Lanzar una pulla tras otra, como disparando proyectiles a discreción no mola. Puede cansar, cabrear o hacerte pensar que la otra persona es gilipollas y no entiende las señales de: tío, para ya. Quitarle la goma de borrar a la chica que te gusta y escondérsela tiene gracia una, dos, tres veces, espaciadas en el tiempo. Basar en la goma de borrar el 90% de tu relación con ella es tener muchas ganas de que te mande a la mierda.

Un tema delicado de tratar es el acoso. Hay personas que no entienden la sutil diferencia entre mostrar interés en alguien y perseguirlo hasta la puerta de su casa. Es difícil de distinguir, lo sé, pero hay que hacer un esfuerzo. Otra modalidad es enviar mensajes a todas horas o no entender que esa persona tiene vida propia, pudiéndote convertir en una molestia más que en una presencia agradable. En el equilibrio está la virtud, decía Aristóteles, y por más mal que me caiga, ahí (y en otras cosas) llevaba razón.

Así que, en definitiva, hay que usar el sentido común. No sólo con las y los sapiosexuales, sino con cualquier persona en general. Y si resulta que es el menos común de los sentidos, hay que ser cauto para no meter la pata.

O si no, tampoco hay que amargarse. Hay que tener en cuenta la selección natural, si pasa de ti es que no te conviene. Y así todo.

También te puede interesar la primera parte de esta entrega.


11.4.13

Cuestión de vértigo


Hay un acantilado frente a mí. Lo sé.

El agua está ahí, a sólo un salto de distancia. Oigo las olas romper contra las rocas. La arena, pulverizada en el vaivén del mar enfurecido, se mezcla sin permiso entre mis cabellos y los vuelve terrosos. La brisa silba dulcemente mi nombre, invitándome a dejarme caer de improviso. Casi puedo escuchar una voz de mafioso italiano susurrándome al oído: pon un pie en el vacío, no lo pienses, haz que parezca un accidente.

Nunca me dieron miedo las alturas. De hecho, casi se me podría tachar de temeraria. Siempre me gustó la adrenalina. Esa sensación recorriéndome las arterias con una furia inusitada, consiguiendo que me dé vueltas la cabeza mientras mi corazón se asemeja al pico de un pájaro carpintero construyendo su hogar a contrarreloj, como si le fuera la vida en ello.

Nunca me dieron miedo las alturas, reitero, hasta hace poco. 

Ahora estaba encima de un nuevo acantilado, con la adrenalina mordiéndome hasta lo más oscuro de mis eritrocitos. Mis pasos me habían llevado hasta allí, como en un descuido, guiados quizá por una extraña intuición. Estando de pie, contemplativa, respiraba tranquila. Admiraba la belleza del paisaje, suspiraba descubriendo una visión nueva, un mundo del que sólo disfrutaban los pájaros más intrépidos que se arriesgaban a llegar hasta allí volando sin vacilar, a pesar de los inesperados golpes de viento. Y me sentía afortunada, porque era consciente de esa exclusividad. A pesar de ser una vista prometedora, nunca arriesgaba demasiado. Miraba mis pies de reojo, los cuales siempre tocaban tierra firme. El vacío ante mí. Qué vértigo.

Me gustaba volver una y otra vez para ver qué nuevo paisaje se ofrecía ante mis ojos, pues nunca era lo mismo por la noche que por el día. Se apreciaban distintos detalles que no escapaban a mi visión, a pesar de la evidente falta de claridad que existía en ciertos momentos. Y sentía el mar rugiendo allí abajo, las gotas de agua que salpicaban mi piel a cada nueva embestida de las olas, y entonces se apoderaba de mi mente un único pensamiento: no seas cobarde, salta de una vez.

A veces jugaba a poner un pie en el vacío sólo para ver qué ocurría entonces. Sentía la gravedad tirando de mí hacia abajo, dulce y maldita gravedad. Y entonces, ponía el pie a salvo y no sabía con exactitud si, el haberlo escondido de nuevo entre las piedras, estaba bien o estaba mal. A qué tenía miedo. Me lo preguntaba sin saber qué responderme. Quizá sólo tenía miedo a que se materializara algo que no existía. O que si existía, no sabía bien cómo manejar. Las rocas parecen doblemente afiladas desde la distancia, y mi inseguridad siempre ha rayado en el neuroticismo más radical. Y si bien yo estaba loca, o precisamente por eso, me había acercado hasta un acantilado con reiteración, nocturnidad y alevosía. Casi me faltaba irme allí a vivir con las gaviotas, de tanto que visitaba aquel lugar. No saltar, a pesar de la tentación, era ciertamente una falta imperdonable. Era una diversión que me negaba por pura obstinación.

La voz de mi cabeza tenía razón -la simpática, no la otra-. No se puede tener miedo toda la vida porque si no, uno se olvida de vivir. Y para eso estamos, que son dos días. O tres. O los que hagan falta.

¿Cómo sería la temperatura del agua allí abajo? ¿Y si sufría una hipotermia? ¿Habría peces peligrosos esperándome? Rápido, tres canciones que me hagan sentir segura. Se me ocurre solamente Highway to hell, pero con esa me vale. ¿Y si caía en la parte que cubría menos? ¿Y si la arena del fondo era demasiado absorbente y me quedaba allí atrapada, y me ahogaba, porque sí, porque yo tengo esa suerte?

Podría hacerme todas las preguntas del mundo porque el acantilado despertaba en mí inquietud y fascinación, pero se quedan cortas cuando realmente lo que uno quiere hacer es dejar de preguntar y empezar a saber. Saber por uno mismo, sin dar lugar a nuevas hipótesis que generarán, irremediablemente, más cuestiones que nunca serán convenientemente satisfechas desde tierra firme.

Saltar, bucear hasta lo más profundo de las aguas, coger arena del fondo y disfrutar de su tacto mientras se deshace entre mis dedos. 

 Hacerlo, sin más. Sin preguntas.


9.4.13

El animal en mí



Déjame sonreírte,
qué te parece mi sonrisa,
mi bandera blanca
mi voz dulce y pausada.

Qué te parecen mis explicaciones,
mis ensayos bien argumentados,
mi interés en sosegarte,
mi agilidad con la lógica aplastante,
esas cosas que tan seguro te hacen sentir.

Qué te parecen mis gestos,
mi piel pálida
y mis labios suaves,
claro indicador todo ello
de que puedo deshacerme entre tus dedos
con el más mínimo roce.

Sonrío. Qué frágil parezco
tan joven, ingenua y tranquila,
y aún sin dejar de ser cierto,
todo eso maquilla
al animal que hay en mí.



El animal en mí
ruge, se retuerce y se agita.
El animal que hay en mí
no me deja dormir cuando sale la luna.

El animal en mí
me incita a morderte, a despedazarte,
a afilarme las uñas, a lamerte las heridas,
a llevarte conmigo a mi guarida,
todo eso a la vez.

El animal en mí
no entiende de buenos y malos,
entiende de clan y manada
pero también de independencia,
de profundas miradas
y aullidos de espera.

El animal en mí
odia y ama por igual
no entiende cuando le explico
por qué debe olvidar.

El animal en mí
siente el dolor ajeno como propio,
me tortura si desvío la mirada
cuando alguien lo pasa mal a mi lado
y me permito no hacer nada.

El animal en mí
es valiente, no tiene miedo de romperse,
apenas le importa arrastrar tras de sí
un corazón lleno de magulladuras
y lo sigue apostando si lo estima necesario.

El animal en mí
cosecha desprecios y aplausos
a partes iguales,
tiene una doble naturaleza
hermosa y terrible
como pueda ser la tuya.

El animal en mí
te morderá la yugular si lo castigas
pero también correrá a salvarte
cuando al borde del precipicio grites
y nadie más acuda en tu ayuda.

Si juzgas al animal en mí
recuerda que él no lo hace,
y por cada golpe que reciba
tal vez necesite dos caricias.

Ya le dijo el zorro al Principito
que lo esencial es invisible a los ojos,
como invisible es la naturaleza salvaje.
Pero si escuchas bien y estás atento,
tu instinto te mostrará el camino del bosque.
Si tienes miedo, mírate las cuatro patas
y ya no habrá dudas al ver al animal en mí
porque estará en ti también.


8.4.13

¿Emperatrices o sumisas? El difícil ejercicio de la libertad femenina y de por qué las relaciones basadas en el amor romántico no funcionan o se terminan yendo a la mierda



Ya me estoy empezando a hartar
de ser tu princesa nada más.
[...]
Y apuntando con el secador me dice
que no joda, que sola está mejor

Emperatriz
Supersubmarina



Una relación (amistosa, amorosa, indefinida) no es un contrato, es una relación.

Una relación es unir lazos con alguien porque te apetece, desde tu libertad personal, individual e intransferible. Nadie te obliga a permanecer en una relación, estás porque quieres. Si estás aunque no quieras, ya no es una relación sana.

Si tú quieres estar para una persona, allá tú, es tu decisión.

Puedes decidir estar para lo bueno o para lo bueno y para lo malo (si sólo quieres estar para lo malo, háztelo mirar, se llama masoquismo).

Esa otra persona, desde su libertad personal, individual e intransferible puede establecer contigo los mismos lazos, lazos diferentes o ninguno en absoluto. Y es libre, como tú, de establecerlos como quiera.

Una vez claras las reglas, donde lo deseable es jugar ambas personas al mismo juego, se puede avanzar, retroceder o eliminar de raíz toda relación.

Pero, ¿qué significa “estar” para una persona?

¿Significa que vas a estar con ella, para ella, pase lo que pase o sólo si se ciñe a tus deseos?

Porque existen relaciones basadas en la libertad y otras basadas en la coacción. Y tenemos un problema cultural grave, porque se nos enseña de boquilla que toda relación se basa en la libertad, cuando lo cierto es que la mayoría se terminan convirtiendo en relaciones coercitivas.

Se nos enseña que las relaciones son estáticas, como si los deseos de las personas no pudieran cambiar y evolucionar con ellas, como si por el hecho de decidir algo en un momento dado, no pudiéramos cambiar de opinión después.

Las amistades suelen ser más flexibles en cuanto a ésto último, de ahí que suelan ser más duraderas que las relaciones de pareja (y más satisfactorias a la larga).

El problema, convenimos, está en las relaciones de pareja. Concretamente, en las relaciones de pareja basadas en el estereotipo del amor romántico, que es el que manda en el mundo occidental.

Una relación de pareja basada en el amor romántico establece, básicamente:

-Que el amor de pareja es necesariamente sinónimo de sacrificio.
-Que el amor de pareja es eminentemente exclusivista.
-Que el amor de pareja está por encima de cualquier otro.

Y si te sales de estas condiciones es que “no quieres a esa persona de verdad”. No, perdona, a lo mejor es que no te quiere como tu querrías que te quisiera. Como si se pudiera querer de mentira.

Es decir que, objetivamente, el amor romántico aún basándose en la anulación y/o represión de los deseos personales de dos individuos, es lícito porque esas dos personas están dispuestas a renunciar a sus derechos individuales. Se premia a las personas que han elegido libremente ser esclavos el uno del otro. Y cuando empiezas una relación con una persona, esto no se dice muchas veces ni se pacta, esto se supone. Y se supone aunque la relación cambie o sea insatisfactoria o cualquier otra cosa. Ahí viene la trampa: mantenemos las “obligaciones” de una relación a pesar de que haya desaparecido la satisfacción que nos proporcionaba.

Cuando nos enamoramos, muchas veces esperamos contratar el amor de esa persona para siempre -o hasta que nos dé la gana-. Y si a los dos meses no le satisface, le damos de baja sin compromiso ;-)

Contratamos afecto y, en ocasiones, hasta con compromiso de permanencia (como en el caso del matrimonio tradicional). Y luego nos frustramos porque las cosas no salen bien, porque al final esa relación se torna en una fuente constante de insatisfacción. ¿Por qué? Porque las condiciones han cambiado, pero no se nos permite modificar las reglas del juego.

Hay una coerción muy sutil que se establece en una relación de pareja. Una coerción que personalmente me aterra. El perverso juego es el siguiente: Yo te doy 10... así que dame 10 tú también. Y si no lo haces, no me quieres. Y si no me quieres, sal de mi vida. Y así es todo de radical.

Vamos por la vida exigiendo a las personas que nos quieran como nosotras las queremos, y esto no es así, no puede ser así, por más que nos empeñemos.

Eso por un lado.

Desde mi punto de vista femenino y heterosexual (creo), las mujeres nos encontramos con otro problema, además de tener que cumplir con el estereotipo de amor romántico.

Ahora que los tiempos han cambiado, los hombres gritan: ¡mujeres sumisas no, mujeres libres!
Y eso queda muy guay y muy políticamente correcto. Pero pocos se paran a pensar qué significa ser una mujer libre. Ser una mujer libre implica guiarte antes que nada por tus deseos, pensamientos y sentimientos. Si se diera el caso de tener que elegir, esa mujer elige por encima de los deseos, pensamientos y sentimientos de los demás, sí. En cierto momento, esa mujer puede elegir tener más en cuenta el deseo de otra persona antes que el suyo, pero eso no es una obligación innata en la mujer como se nos viene inculcando desde pequeñas, ni es una costumbre sana si se hace a menudo, sino que al ser una elección individual -y puntual- se llama hacer un favor enorme. Aunque no tiene que ser necesariamente sinónimo de amor. De hecho, muchas veces se hace por puro interés.

En fin, aquí viene la perversión del sistema heteropatriarcal:

Una mujer elige satisfacer a un hombre. Aplausos, vítores. Ha elegido lo correcto, ha elegido anteponer a otras personas antes que a sí misma.

Una mujer elige mandar a paseo a un hombre. Abucheos, gritos de decepción. Es una estrecha... salvo con una honrosa excepción.

Antes, ninguna mujer podía estar con un hombre que no fuera su marido. Ahora se nos permite estar con más de un hombre, pero sólo si al final nos volvemos buenas, sólo si al final terminamos con única compañero al que ser fiel todos los días de nuestra vida. ¿Es eso libertad o nos la están volviendo a dar con queso?

¿Podemos tener mujeres libres cuando se nos presiona desde la sociedad para que anulemos y reprimamos lo que somos en pro de los deseos de otro, preferiblemente varón?

Podemos, sí, pero conlleva el precio de la estigmatización social, mientras que los hombres que eligen el camino de ser libres no suelen correr la misma suerte que nosotras en este aspecto.

Muchos hombres desean que las mujeres que les interesan sólo para tener sexo sean muy libres, sean muy putas. Como los están satisfaciendo, ahí no hay problema y está todo bien.

¿Y para establecer una relación de pareja? Las cosas cambian. Ellos también eligen a chicas malas para enrollarse, pero se casan con las buenas. Es decir, que las malas, las putas, las libres, no son dignas merecedoras de amor.

¿Quiénes son las buenas? Aquellas que aceptan las normas heteropatriarcales de sumisión por sistema, se supone que de forma totalmente voluntaria, a los deseos del otro.

La clave está en qué deseamos ser nosotras. ¿Deseamos ser mujeres libres para unas cosas y sumisas para otras? (Hipócritas, en otras palabras) ¿Tenemos que desdoblar nuestra personalidad para contentar a todo el mundo? ¿Una mujer puede ser muy puta con otros y muy fiel con uno? O peor aún... ¿debe serlo si no está de acuerdo con ello?

¿Cómo ser libres si la sociedad claramente aplaude el hecho de que pongamos cadenas a nuestra naturaleza y nos escupe cuando no cumplimos con unos supuestos? Pues a base de sangre y fuego, no hay otra. ¿Queremos ser mujeres libres, sumisas o sumisas que aparentan ser libres? Y allá cada una. Todas tienen claras consecuencias.

Amar a una mujer es aceptarla con sus deseos, pensamientos y sentimientos. Gracias a ellos y, a veces, a pesar de ellos. Es lo que hace que una mujer sea esa y no otra. Si a una mujer le negamos que desee, piense y sienta como lo hace, es negarle que sea ella misma. Cuántas veces procuramos negar la realidad de lo que es, para convertirla en la que deseamos que sea.

No olvidemos tampoco que ellos no se escapan de las reglas del juego, aunque si lo hacen no son tan castigados. El estereotipo del amor romántico no entiende de géneros. A ellos también les pide que, por cojones, renuncien a una serie de privilegios sólo porque se han enamorado. Y si quieren, que lo hagan. Pero no deberían tener por qué hacerlo. Y nosotras tampoco.

Las relaciones de pareja son difíciles por eso, porque muchas veces no sabemos distinguir entre nuestro deseo y el de la otra persona. Y ahí aparece la coacción en ocasiones, lo que termina sin ninguna duda con la relación.

Una relación sexual libre se basa en tres cosas, como dice la canción: confianza, respeto y colchón. Si es amorosa, se añade un plus de afecto. Pero no hay más. Si cualquiera de esas cosas falla, es el principio del fin de la relación. Y todo esto, repito, suponiendo que hay un contexto de libertad, donde no tenemos miedo de decir a la otra persona que algunas de estas condiciones han cambiado o se han ampliado a una tercera, o a saber.

Que nacer paloma hubiera sido más fácil que nacer persona. O no. Como decía Unamuno, a lo mejor el cangrejo resuelve ecuaciones de segundo grado.


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He elegido la canción que está a continuación porque habla de una chica libre, una chica que no quiere ser una princesa, que “sola está mejor” y a la que el chico no entiende y la tacha de ser “un conflicto mundial” porque no le pone las cosas fáciles. Si bien es cierto que la chica parece que con esto de la libertad ha perdido un poco el norte y cae en el error de querer imponer al chico una serie de cosas, como que deje de hablar con sus amigas: “Me dice que se acabó esa mierda de charlar/con tus amiguitas en el disco bar”, aplicándole las reglas exclusivistas del amor romántico, no deja de llamarme la atención lo conflictiva que le parece al muchacho, como si la chica estuviera loca o algo. El chico claramente es un cobarde y se deja hacer, por eso la mala es ella y hasta le ha hecho una canción y todo. Está compensando, que se dice en Psicología. Tiene miedo de enfrentarse a ella porque ella demuestra ser fuerte, incluso autoritaria.

Hubiera sido más raro que esta canción la hubiera escrito una mujer, porque el comportamiento del “emperador” se ve más normal. Son ellos los que se suelen ir al bar con sus amigos mientras ella está en casa. Son ellos los que nos exigen más a menudo que renunciemos a cosas por estar con ellos. Son ellos, con mayor frecuencia, quienes nos piden que renunciemos a nuestro espacio propio.

En mi opinión, es mejor dejar los imperios para la historia y empezar a crear relaciones basadas en el respeto y la confianza, que queda muy bien decirlo, pero que es difícil en ocasiones porque hay que dejar el egocentrismo radical a un lado... pero sin perder de vista jamás que YO es la persona más importante de nuestra vida.






"No hay quien os entienda, ¡basta ya!"... pues elige a una borreguita, chico, probablemente te irá mejor.

3.4.13

Las eternas dudas

Mi amigo Dj Atari, compositor de música electrónica entre un millón de cosas más, me propuso aunar fuerzas y voces ya que le gustó mi poema Arena y cal.

El resultado podéis escucharlo aquí.

Quiero agradecerle también desde este blog el trabajo y la dedicación por la composición.

Espero que os guste.